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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homil?a

Despu?s de la multiplicaci?n de los panes y los peces, Jes?s indic? a sus disc?pulos que subieran a la barca y que fueran delante de ?l a la otra orilla, mientras ?l continuaba hablando con la gente. Podr?amos definir esta escena como el icono de la misericordia: Jes?s solo con la gente que lo rodea. Pero a continuaci?n vemos otro icono, o mejor dicho, otra cara del mismo icono: Jes?s en el monte, solo delante del Padre. Dir?a que es imposible separar estas dos im?genes: forman parte del mismo icono; una explica la otra. En la imagen de Jes?s solo delante de Dios queda patente aquella singular?sima y ?nica relaci?n que une a Jes?s con el Padre. De la relaci?n con el Padre surge todo lo dem?s.
Los disc?pulos est?n en medio de las aguas, tambi?n ellos solos, sin Jes?s y sin la gente: est?n solos y sin nadie m?s. Estas dos soledades son muy distintas: la de Jes?s en el monte ante la presencia de Dios y la de los disc?pulos en las aguas turbadas. El evangelista parece casi sugerir que es l?gico, cuando uno est? solo, que surjan tormentas. Los disc?pulos, por otra parte, ya hab?an experimentado una situaci?n an?loga (Mt 8, 23-27) en medio del lago mientras Jes?s dorm?a; imaginemos c?mo se deb?an sentir ahora que ?l no estaba. Cuando uno est? solo consigo mismo no se puede librar de la tormenta de la vida. Los disc?pulos pasan as? aquella noche: con miedo y luchando contra las olas y contra el viento. Casi al amanecer, Jes?s, caminando sobre las aguas, se acerca a la barca que lucha en medio de grandes dificultades. Los disc?pulos, al verle, tienen miedo: piensan que es un fantasma. Al miedo por las olas se a?ade el miedo por el fantasma. Todav?a no han comprendido qui?n es Jes?s. ?l mismo debe intervenir para tranquilizarlos: "??nimo! Soy yo, no tem?is". Es una voz tranquilizadora, una voz que han o?do otras veces. Pero su miedo es m?s fuerte y persiste la duda. Pedro, en nombre de todos, pide una prueba: "Se?or, si eres t?, m?ndame ir hacia ti sobre las aguas". Los disc?pulos saben qu? significa este signo. No es un simple acto milagroso, sino un "signo" que remite directamente a Dios, como est? escrito en el salmo 77. Se abre as? la segunda escena. Jes?s le dice a Pedro: "?Ven!". Pedro obedece a Jes?s y empieza a caminar por encima de las olas. Pero la duda y el miedo, que todav?a anidan en su coraz?n, se imponen y Pedro est? a punto de hundirse bajo las olas. Llegado a este punto, Pedro, realmente desesperado, grita: "?Se?or, s?lvame!". Dos ?nicas palabras, pronunciadas tal vez de manera desesperada, pero llenas de esperanza. Y "Jes?s, tendiendo la mano, le agarr? y le dice: ?Hombre de poca fe, ?por qu? dudaste??" (v. 31). Es una escena que describe a la perfecci?n el estado del disc?pulo. En la historia de la Iglesia, este episodio ha sido siempre la imagen t?pica de la duda; en la vida de los disc?pulos, en efecto, no es un episodio en absoluto ins?lito. Al contrario, como nos recuerda el propio Evangelio, a menudo marca la vida. Tambi?n marca la experiencia de cada creyente. Todos podemos sentirnos pr?ximos a Pedro, reconocernos en sus dudas, en sus incertidumbres y en sus miedos. Pero hay que comprender bien en qu? aspectos se debe hablar de certeza en la fe. No hay que buscar la certeza entre los hombres; todos nosotros, de hecho, somos d?biles, fr?giles, dubitantes e incluso traidores. Hay que buscar la certeza en Dios: ?l no nos abandona a nuestro destino triste, no dejar? que nos hundamos en el mar tempestuoso del mal, no permitir? que las olas impetuosas de la maldad nos engullan. Lo importante -y en eso debemos imitar a Pedro- es gritar como ?l: "?Se?or, s?lvame!". En esta simple oraci?n est? escondido el misterio simple y profundo de la fe: Jes?s es el ?nico que puede salvarnos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.