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Pascua de resurrecci?n
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Libretto DEL GIORNO
Pascua de resurrecci?n
Domingo 31 de marzo

Homil?a

Hemos llegado a la Pascua tras haber seguido a Jes?s en sus ?ltimos d?as de vida. Hemos agitado con alegr?a las ramas de olivo el domingo pasado para acogerlo cuando entraba en Jerusal?n. Le hemos seguido en sus ?ltimos tres d?as: nos acogi? en el cen?culo con un deseo intenso de amistad, hasta el punto de llegar a agacharse para lavar los pies y donarse como pan ?partido? y sangre ?derramada?. Despu?s quiso que estuvi?ramos con ?l en el huerto de los Olivos mientras la tristeza y la angustia oprim?an su coraz?n hasta el punto de sudar sangre. Su necesidad de amistad se hizo m?s fuerte, pero sus tres amigos no lo comprendieron: primero se durmieron, y despu?s, junto a los dem?s, le abandonaron. Un d?a despu?s le encontramos en la cruz, desnudo y solo. Los guardias le hab?an despojado de su t?nica, pero en realidad ?l mismo se hab?a despojado ya de la vida. Verdaderamente se dio a s? mismo por completo para nuestra salvaci?n. El s?bado fue un d?a triste, un d?a vac?o tambi?n para nosotros. Jes?s estaba detr?s de aquella piedra pesada, y sin embargo, aunque sin vida, sigui? don?ndola ?descendiendo hasta los infiernos?, es decir, hasta el punto m?s bajo posible. Quiso llevar hasta el l?mite extremo su solidaridad con los hombres.
El Evangelio de la Pascua parte justamente de este l?mite extremo, de la noche oscura. Escribe el evangelista Juan que ?todav?a estaba oscuro? cuando Mar?a Magdalena fue al sepulcro. Estaba oscuro fuera, pero sobre todo dentro del coraz?n de aquella mujer (como en el coraz?n de cualquiera que amara a ese profeta que ?todo lo ha hecho bien?). Era la oscuridad por la p?rdida del ?nico que la hab?a entendido: no solo le hab?a dicho qu? ten?a en el coraz?n, sino que sobre todo la hab?a liberado de lo que m?s la oprim?a (escribe Lucas que hab?a sido liberada de siete demonios). Con el coraz?n triste Mar?a fue al sepulcro. Quiz?s recordaba los d?as anteriores a la pasi?n, cuando le ung?a con ung?ento precioso, y tambi?n los a?os, pocos pero intensos, que hab?a pasado con aquel profeta. Con Jes?s la amistad siempre es fascinante; se podr?a decir que no se puede seguir a este hombre de lejos, como ha hecho Pedro estos ?ltimos d?as. Llega el momento de hacer balance y de elegir una relaci?n definitiva. La amistad de Jes?s es de las que llevan a considerar a los dem?s con m?s atenci?n que a uno mismo: ?Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos? (Jn 15,12). Mar?a Magdalena lo constata en persona esa ma?ana cuando a?n estaba oscuro. Su amigo est? muerto porque la ha amado a ella y a todos los disc?pulos, incluso a Judas.
Apenas llega al sepulcro ve que la piedra de la entrada, una losa pesada como toda muerte y toda separaci?n, ha sido apartada. Ni siquiera entra; corre de inmediato hacia Pedro y Juan: ?Se han llevado del sepulcro al Se?or?, grita jadeando. Piensa que ni muerto lo quieren, y a?ade con tristeza: ?No sabemos d?nde lo han puesto?. La tristeza de Mar?a por la p?rdida del Se?or, aunque sea solo de su cuerpo muerto, es una bofetada a nuestra frialdad y a nuestro olvido de Jes?s, incluso vivo. Hoy esta mujer es un gran ejemplo para todos los creyentes. Solo con sus sentimientos en el coraz?n podremos encontrar al Se?or resucitado.
Son ella y su desesperaci?n los que hacen moverse a Pedro y al otro disc?pulo que Jes?s amaba. ?Corren? de inmediato hacia el sepulcro vac?o; despu?s de haber empezado juntos a seguir al Se?or durante la pasi?n, aunque de lejos (Jn 18,15-16), ahora se encuentran ?corriendo ambos? para no estar lejos de ?l. Es una carrera que expresa bien el ansia de todo disc?pulo, de toda comunidad, que busca al Se?or. Quiz?s tambi?n nosotros debamos reemprender la carrera. Nuestra forma de andar se ha hecho demasiado lenta, se ha vuelto pesada tal vez a causa del amor por nosotros mismos, del miedo a resbalar y perder algo nuestro, por el temor de tener que abandonar costumbres ya esclerotizadas. Hay que intentar volver a correr, dejar aquel cen?culo de puertas cerradas e ir hacia el Se?or. La Pascua tambi?n es prisa. Lleg? a la tumba en primer lugar el disc?pulo del amor: el amor hace correr m?s r?pido. Pero tambi?n el paso m?s lento de Pedro lo llev? a las puertas de la tumba, y ambos entraron. Pedro entr? primero y observ? un orden perfecto: las vendas estaban en su sitio como si se hubiera sacado de ellas el cuerpo de Jes?s, y el sudario estaba ?plegado en un lugar aparte?. No se percib?a se?al alguna de manipulaci?n ni robo: era como si Jes?s se hubiera liberado solo. No tuvo que deshacer las vendas, como hizo con L?zaro. Tambi?n el otro disc?pulo entr? y ?vio? la misma escena: ?vio y crey?, dice el Evangelio. Hab?an visto los signos de la resurrecci?n y se dejaron tocar el coraz?n.
?Hasta entonces ?contin?a el evangelista? no hab?an comprendido que seg?n la Escritura Jes?s deb?a resucitar de entre los muertos.? Esta es a menudo nuestra vida: una vida sin resurrecci?n y sin Pascua, resignada ante los grandes dolores y los dramas de los hombres, cerrada en la tristeza de nuestras costumbres. La Pascua ha llegado, la piedra pesada ha sido apartada y el sepulcro se ha abierto. El Se?or ha vencido la muerte y vive para siempre. No podemos mantenernos cerrados como si no hubi?ramos recibido el Evangelio de la resurrecci?n. El Evangelio es resurrecci?n, es renacer a una vida nueva. Y tenemos que gritarlo a los cuatro vientos, comunicarlo a los corazones, para que se abran al Se?or. Por tanto, esta Pascua no puede pasar en vano, no puede ser un rito que con mayor o menor cansancio se repite igual todos los a?os; debe cambiar el coraz?n y la vida de cada disc?pulo, de cada comunidad cristiana. Se trata de abrir de par en par las puertas al resucitado que viene en medio de nosotros, como leeremos en los pr?ximos d?as durante la aparici?n a los disc?pulos. ?l deposita en los corazones el soplo de la resurrecci?n, la energ?a de la paz, la potencia del Esp?ritu que renueva. Escribe el ap?stol Pablo: ?Porque hab?is muerto, y vuestra vida est? oculta con Cristo en Dios? (Col 3,3). Nuestra vida ha sido unida a Jes?s resucitado y hecha part?cipe de su victoria sobre la muerte y el mal. Junto al resucitado entrar? en nuestros corazones el mundo entero con sus esperanzas y dolores, como ?l manifiesta a los disc?pulos las heridas presentes a?n en su cuerpo, para que podamos cooperar con ?l en el nacimiento de un cielo nuevo y una tierra nueva, donde no haya luto ni l?grimas, ni muerte ni tristeza, porque Dios ser? todo en todos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.