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Memoria de la Madre del Se?or
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Memoria de la Madre del Se?or

Memoria del profeta El?as, que fue elevado al cielo y dej? a Eliseo su manto.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Se?or

Memoria del profeta El?as, que fue elevado al cielo y dej? a Eliseo su manto.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Esp?ritu del Se?or est? sobre ti,
el que nacer? de ti ser? santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Judit 8,1-27

Se enter? entonces de ello Judit, hija de Merar?, hijo de Ox, hijo de Jos?, hijo de Oziel, hijo de Elc?as, hijo de Anan?as, hijo de Gede?n, hijo de Rafa?n, hijo de Ajitob, hijo de El?as, hijo de Jilqu?as, hijo de Eliab, hijo de Natanael, hijo de Salamiel, hijo de Sarasaday, hijo de Israel. Su marido Manas?s, de la misma tribu y familia que ella, hab?a muerto en la ?poca de la recolecci?n de la cebada. Estaba, en efecto, en el campo, vigilando a los que ataban las gavillas, y le dio una insolaci?n a la cabeza, cay? en cama y vino a morir en su ciudad de Betulia. Fue sepultado junto a sus padres, en el campo que hay entre Dot?n y Balam?n. Judit llevaba ya tres a?os y cuatro meses viuda, viviendo en su casa. Se hab?a hecho construir un aposento sobre el terrado de la casa, se hab?a ce?ido de sayal y se vest?a vestidos de viuda; ayunaba durante toda su viudez, a excepci?n de los s?bados y las vigilias de los s?bados, los novilunios y sus vigilias, las solemnidades y los d?as de regocijo de la casa de Israel. Era muy bella y muy bien parecida. Su marido Manas?s le hab?a dejado oro y plata, siervos y siervas, ganados y campos, quedando ella como due?a, y no hab?a nadie que pudiera decir de ella una palabra maliciosa, porque ten?a un gran temor de Dios. Oy?, pues, Judit las amargas palabras que el pueblo hab?a dicho contra el jefe de la ciudad, pues hab?an perdido el ?nimo ante la escasez de agua. Supo tambi?n todo cuanto Oz?as les hab?a respondido y c?mo les hab?a jurado que entregar?a la ciudad a los asirios al cabo de cinco d?as. Entonces, mand? llamar a Jabr?s y Jarm?s, ancianos de la ciudad, por medio de la sierva que ten?a al frente de su hacienda. Vinieron y ella les dijo: ?Escuchadme, jefes de los moradores de Betulia. No est?n bien las palabras que hab?is pronunciado hoy delante del pueblo, cuando hab?is interpuesto entre Dios y vosotros un juramento, asegurando que entregar?ais la ciudad a nuestros enemigos si en el plazo convenido no os enviaba socorro el Se?or. ?Qui?nes sois vosotros para permitiros hoy poner a Dios a prueba y suplantar a Dios entre los hombres? ?As? tent?is al Se?or Onmipotente, vosotros que nunca llegar?is a comprender nada! Nunca llegar?is a sondear el fondo del coraz?n humano, ni podr?is apoderaros de los pensamientos de su inteligencia, pues ?c?mo vais a escrutar a Dios que hizo todas las cosas, conocer su inteligencia y comprender sus pensamientos? No, hermanos, no provoqu?is la c?lera del Se?or, Dios nuestro. Si no quiere socorrernos en el plazo de cinco d?as, tiene poder para protegernos en cualquier otro momento, como lo tiene para aniquilarnos en presencia de nuestros enemigos. Pero vosotros no exij?is garant?as a los designios del Se?or nuestro Dios, porque Dios no se somete a las amenazas, como un hombre, ni se le marca, como a un hijo de hombre, una l?nea de conducta. Pid?mosle m?s bien que nos socorra, mientras esperamos confiadamente que nos salve. Y ?l escuchar? nuestra s?plica, si le place hacerlo. ?Verdad es que no hay en nuestro tiempo ni en nuestros d?as tribu, familia, pueblo o ciudad de las nuestras que se postre ante dioses hechos por mano de hombre, como sucedi? en otros tiempos, en castigo de lo cual fueron nuestros padres entregados a la espada y al saqueo, y sucumbieron desastradamente ante sus enemigos. Pero nosotros no conocemos otro Dios que ?l, y en esto estriba nuestra esperanza de que no nos mirar? con desd?n ni a nosotros ni a ninguno de nuestra raza. ?Porque si de hecho se apoderan de nosotros, caer? todo Judea; nuestro santuario ser? saqueado y nosotros tendremos que responder de esta profanaci?n con nuestra propia sangre. La muerte de nuestros hermanos, la deportaci?n de esta tierra y la devastaci?n de nuestra heredad, caer? sobre nuestras cabezas, en medio de las naciones en que estemos como esclavos y seremos para nuestros amos escarnio y mofa, ya que nuestra esclavitud no concluir?a en benevolencia, sino que el Se?or nuestro Dios la convertir?a en deshonra. Ahora, pues, hermanos, mostremos a nuestros hermanos que su vida depende de nosotros y que sobre nosotros se apoyan las cosas sagradas, el Templo y el altar. ?Por todo esto, debemos dar gracias al Se?or nuestro Dios que ha querido probarnos como a nuestros padres. Recordad lo que hizo con Abraham, las pruebas por que hizo pasar a Isaac, lo que aconteci? a Jacob en Mesopotamia de Siria, cuando pastoreaba los reba?os de Lab?n, el hermano de su madre. Como les puso a ellos en el crisol para sondear sus corazones, as? el Se?or nos hiere a nosotros, los que nos acercamos a ?l, no para castigarnos, sino para amonestarnos.?

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aqu? Se?or, a tus siervos:
h?gase en nosotros seg?n tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Esta p?gina contrasta con la arrogancia del poder. Mientras el pueblo de Israel est? ya en las ?ltimas, aparece Judit, una mujer y, adem?s, viuda. La viudedad subraya a?n m?s la debilidad y la irrelevancia de la mujer en la vida social. Pero Judit es presentada con solemnidad. Su nombre va acompa?ado de una larga genealog?a, caso ?nico para una mujer en la Escritura: indica que est? plenamente arraigada en la historia y en la fe del pueblo de Dios. Vive el tiempo de viudedad ayunando y mostrando luto, y tiene su morada sobre el terrado de su casa. Judit parece vivir como una extranjera, como una peregrina que no une su coraz?n m?s que al Se?or. S?, para ella es importante s?lo el Se?or, en cuyo temor pasa sus d?as. Era viuda desde hac?a tres a?os y cuatro meses. El temor de Dios que la invade le permite tener aquel "conocimiento profundo" gracias al cual no s?lo conoce los hechos hist?ricos sino tambi?n la profundidad del amor de Dios por su pueblo. Es una mujer "hermosa" de aspecto, transparente de sentimientos, disponible para todos; la envidia y la maldad no encontraban en ella eco alguno. Vive apartada pero no desinteresada sobre lo que suced?a en su pueblo. Tiene conocimiento de las dificultades que atraviesa el pueblo de Israel y de su abatimiento a causa de la falta de agua y el miedo de morir incluso antes de combatir. Tambi?n sabe que los responsables de la ciudad no han encontrado otro remedio que poner una especie de ultim?tum al Se?or: si no les presta ayuda en cinco d?as, se rendir?n a su enemigo como todos los dem?s pueblos. Judit, con la libertad de aquel que tiene familiaridad con el Se?or, hace llamar a los ancianos de Betulia y les habla con autoridad y simplicidad: no pueden tratar al Se?or de ese modo, como si pudieran darle ?rdenes. No se puede tener confianza en Dios a medias. Les recuerda que el problema no es Betulia sino Jerusal?n, la ciudad de la morada del Se?or. No est? en juego simplemente la defensa de ellos mismos, sino de todo Israel y de su misi?n religiosa entre los pueblos. Y, con una mirada espiritual sobre la angustiante situaci?n actual, les dice que lo que est? sucediendo es una prueba que el Se?or les env?a para corregir la poca fe del pueblo. Les pas? lo mismo a los padres, a partir de Abrah?n. El Se?or pone a prueba a aquellos que est?n cerca de ?l. De ah? proviene la confianza en Dios sin pretensi?n alguna. El Se?or escucha el grito de Su pueblo e interviene cuando quiere. Y sabe qu? hacer. Las palabras de Judit a los dos ancianos muestran una fe serena y clara. Ella, una pobre mujer, con su fe salva al pueblo de Israel de la esclavitud y sobre todo de la apostas?a.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.