ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Nehemías 9,30-37

Tuviste paciencia con ellos
durante muchos años;
les advertiste por tu Espíritu,
por boca de tus profetas;
pero ellos no escucharon.
Y los pusiste en manos de las gentes de los países. Mas en tu inmensa ternura no los acabaste,
no los abandonaste,
porque eres tú Dios clemente
y lleno de ternura. Ahora, pues, oh Dios nuestro,
tú, Dios grande, poderoso y temible,
que mantienes la alianza y el amor,
no menosprecies esta miseria
que ha caído sobre nosotros, sobre nuestros reyes y
príncipes,
nuestros sacerdotes y profetas, sobre todo tu pueblo,
desde los tiempos de los reyes de Asiria
hasta el día de hoy. Has sido justo
en todo lo que nos ha sobrevenido,
pues tú fuiste fiel,
y nosotros malvados: nuestros reyes y jefes, nuestros sacerdotes y padres
no guardaron tu Ley,
no hicieron caso de los mandamientos y dictámenes
que tú les diste. Mientras vivían en su reino,
entre los grandes bienes que tú les regalabas,
y en la espaciosa y generosa tierra
que tú les habías preparado,
no te sirvieron ellos
ni se convirtieron de sus malas acciones. Míranos hoy a nosotros esclavos,
y en el país que habías dado a nuestros padres
para gozar de sus frutos y bienes,
mira que aquí en servidumbre nos sumimos. Sus muchos frutos son para los reyes,
que por nuestros pecados tú nos impusiste,
y que a capricho dominan nuestras personas, cuerpos y
ganados.
¡En gran angustia nos hallamos!

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Continúa la reflexión sobre la historia del pueblo de Israel, que es presentada como una historia marcada por la paciencia de Dios que jamás ha dejado de hablar a su pueblo. El secreto de esta relación singular entre Dios e Israel es precisamente la palabra, comunicada constantemente por medio de los profetas: "Tuviste paciencia con ellos durante muchos años; les advertiste por tu espíritu, por boca de tus profetas". El libro de Jeremías entiende de la misma forma la historia de Israel: "Si no me oís... oyendo las palabras de mis siervos los profetas que yo os envío asiduamente (pero no habéis hecho caso)" (26, 5). Dios no deja de hablar, y la palabra es signo de su amor premuroso. También Nehemías se ve obligado a llegar a la misma conclusión que Jeremías: "pero ellos no escucharon". La no escucha aleja del Señor y hace vano Su amor. No escuchar la palabra de Dios significa de hecho rechazar el amor con el que él mira nuestra vida. También Jesús en los evangelios reprochará a los discípulos: "teniendo oídos no oís" (Mc 8, 18). Sin embargo, el Señor no deja de hacerse cargo de su pueblo porque es un Dios "grande, poderoso", y su grandeza se manifiesta en el amor que no deja de derramar sobre los hombres. El orgullo endurece el corazón e impide escuchar. Y si no se escucha la palabra de Dios nos volvemos esclavos de nuestras costumbres, de nuestro pequeño horizonte y de nuestros intereses. La humildad de la escucha de la palabra de Dios nos permite abrir nuestros ojos hacia el gran amor que el Señor no deja de manifestarnos, y nos empuja a invocar su misericordia y su ayuda para que podamos continuar caminando por sus sendas. ¡Cuántos beneficios nos ha concedido el Señor! ¡Y con cuánta premura nos ha custodiado para que pudiéramos vivir la alegría de su presencia circundados por el amor de los hermanos! Los creyentes pueden alabar al Señor porque les ha llevado a una tierra bendita, rica de bienes y de amor. No permitamos que el amor por nosotros mismos tome el timón de nuestra vida, con la consecuencia de alejarnos de la casa de Dios. Y en los momentos de angustia, de dificultad y de miedo, no olvidemos dirigirnos al Señor con confianza: Él escuchará nuestra oración y nos liberará de todo mal.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.