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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

II de Pascua
Recuerdo de San Estanislao, obispo de Cracovia y mártir (+1071). Defendió a los pobres, defendió la dignidad del hombre y la libertad de la Iglesia y del Evangelio.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

La tarde del día de Pascua, los apóstoles estaban aún cerrados en el cenáculo. Jesús había pasado casi todo el día con dos discípulos anónimos que volvían tristes a Emaús, su pueblo. El Evangelio de este segundo domingo de Pascua (Jn 20, 19-31) nos lleva a la tarde de aquel día. El evangelista narra que Jesús, "estando las puertas cerradas" del lugar donde se encontraban los discípulos, entró y se puso en medio de ellos. Se lo había dicho durante la última cena: "Volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis" (Jn 14, 18-19). Pero no lo habían entendido ni lo habían creído. En la tarde de Pascua empieza para ellos una nueva comprensión de Jesús. Ven a un Jesús distinto, resucitado, aunque sea el mismo de antes: en su cuerpo son evidentes los signos de los clavos y la herida de la lanza; indican que estamos al inicio de la resurrección (muchos son aún hoy los cuerpos, marcados por heridas y por sufrimiento, que esperan una resurrección).
Jesús resucitado está allí, en medio de los suyos para confiarles su misma misión: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21). Se trata de una única misión que parte del Padre y a través de Jesús se transmite a los discípulos: es la misión de llevar al mundo la paz y el perdón. Fue una tarde llena de alegría para aquellos diez discípulos: habían recuperado a su Señor. Los dos de Emaús, que volvieron a Jerusalén entrada la tarde, aumentaron la alegría de todos. Sin embargo, Tomás, hombre disponible y generoso, no estaba; una vez se había declarado dispuesto para morir por Jesús, aunque luego había huido junto a los demás. Cuando los diez le dicen: "Hemos visto al Señor", Tomás les deja fríos con su respuesta: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto e mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré" (v. 25). Dice de inmediato "si no veo", y luego, teniendo en cuenta que también los ojos pueden engañar -Tomás no quiere formar parte del gran número de los videntes-, añade una prueba física un poco cruel: poner el dedo en el agujero de los clavos y la mano en la herida de la lanza en el costado. Tomás no acepta el Evangelio de los diez y se queda -aunque con sus motivos- triste y sin esperanza.
Después de ocho días, precisamente un domingo como éste, mientras están de nuevo juntos y Tomás con ellos, Jesús vuelve. Las puertas están una vez más cerradas por miedo; todos lo oyen, incluso Tomás: la incredulidad y el miedo suelen ir juntas. Jesús, después de dirigirles nuevamente el saludo de paz, busca rápidamente con los ojos a Tomás, lo llama por su nombre y se acerca a él: "Acerca aquí tu dedo - le dice - y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente" (cfr. v. 27). Tomás, ante Jesús aún con los signos de la cruz, no puede sino confesar su fe: "Señor mío y Dios mío". Y Jesús le dice: "Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído" (v. 29). Es la proclamación de la última bienaventuranza del Evangelio, la que sirve de fundamento para las generaciones que desde aquel momento hasta hoy se unirán al grupo de los Once. La fe, desde aquel momento, no nace de la visión sino de la escucha del Evangelio de los apóstoles. Narra una antigua leyenda que la mano derecha de Tomás se quedó roja de sangre hasta el momento de su muerte. El Señor, como si recogiera nuestra poca fe, nos exhorta a cada uno de nosotros, como hizo con Tomás, a ensuciarnos las manos con las heridas de los hombres, a acercarnos a las situaciones martirizadas y abandonadas: el Señor toma nuestra incredulidad y la transforma en amistad y fuente de paz. La escucha del Evangelio y la caridad son el camino de nuestra bienaventuranza.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.