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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de san Anselmo (1033-1109), monje benedictino y obispo de Canterbury. Por amor de la Iglesia soportó el exilio
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de san Anselmo (1033-1109), monje benedictino y obispo de Canterbury. Por amor de la Iglesia soportó el exilio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 6,35-40

Les dijo Jesús: «Yo soy el pan de la vida.
El que venga a mí, no tendrá hambre,
y el que crea en mí, no tendrá nunca sed. Pero ya os lo he dicho:
Me habéis visto y no creéis. Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí,
y al que venga a mí
no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo,
no para hacer mi voluntad,
sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado;
que no pierda nada
de lo que él me ha dado,
sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre:
que todo el que vea al Hijo y crea en él,
tenga vida eterna
y que yo le resucite el último día.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio retoma la frase final del pasaje evangélico escuchado ayer, que recuerda las palabras del Antiguo Testamento que hablan del banquete mesiánico preparado por el Señor para su pueblo. En resumen, finalmente se cumplía la promesa del Señor. Sin embargo Jesús respondía también al hambre de salvación escondida en el corazón de los hombres: hambre de sentido, de una vida que no termine con la muerte y que conduzca a la felicidad plena. Jesús era la respuesta bajada del cielo, y todos podían acogerla. Pero también señala con amargura que muchos, a pesar de ver los signos que hacía, no abrían su corazón para acoger su palabra. Sin embargo él "no echaba a nadie"; bastaba tan sólo un poco para que ocurriese el milagro. Así había ocurrido con los cinco panes de cebada. Y quien se acercaba era acogido: era suficiente llamar, aunque fuera débilmente, para recibir respuesta. "Al que venga a mí no lo echaré fuera", continúa diciendo. ¿No había dicho ya a las multitudes que le seguían: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso"? Además, había bajado del cielo precisamente para esto: cumplir la voluntad del Padre que lo había enviado para que no se perdiese ninguno de los que le había confiado. Debía reunirlos a todos. En otro lugar afirma: "Yo soy el buen pastor", que ha venido para recoger a los dispersos y conducirlos al reino de Dios. Salvar a todos, no perder a ninguno es el trabajo continuo del Señor, que no duda en afrontar peligros y recorrer caminos accidentados para salvar aquella única oveja perdida. Ha sido la preocupación constante de Jesús, y lo es todavía a través de la Iglesia: salvar a todos los hombres. Este ansia misionera debería ser mucho más evidente en nuestros días, e involucrar a todos los discípulos. Por desgracia con frecuencia estamos tan replegados sobre nosotros mismos que no comprendemos esta pasión, que es el corazón mismo de la misión de Jesús. Cada uno de nosotros debería dejarse fascinar por esta pasión evangélica. Jesús nos recuerda también a nosotros hoy que la voluntad de Dios -esa voluntad que tantas veces buscamos de manera equivocada- es ésta: "que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día". Es una promesa que se realiza en nosotros precisamente cuando gastamos la vida no por nosotros mismos sino por los demás, tal como hizo Jesús.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.