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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

V de Pascua
Recuerdo de san Anastasio (259-373), obispo de Alejandría de Egipto
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Los apóstoles y los discípulos, tras la resurrección, encuentran a Jesús en el cenáculo, en el camino de Emaús, o en el lago de Tiberíades. En cierto modo es lo que nos sucede también a nosotros domingo a domingo. Nos reunimos juntos de nuevo para encontrarnos con el Resucitado, aquel mismo Jesús que había dicho a los suyos, con una ternura increíble: "Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros" (Jn 13, 33). Lo encontramos en este tiempo, mientras muchos piensan que es poco importante y poco útil seguirle o escuchar su voz. Y sin embargo, el corazón de todo hombre y de toda mujer contiene las lágrimas, el luto, el lamento, y sobre todo la angustia de vivir. Aquel que olvida ir al encuentro del que ha derrotado a la muerte resucitando a la vida, se queda solo con sus pobres energías, con sus pobres sentimientos, aunque estén llenos de autosuficiencia; y pronto descubre la angustia de vivir, mientras que la mejor parte de su humanidad termina por oscurecerse. Basta levantar los ojos de la vida de uno mismo y mirar hacia otras tierras para descubrir cuánta muerte, cuántos lutos y lamentos hay todavía en el mundo. ¡Y nosotros no hacemos nada! Podríamos, sin duda, gritar más contra el escándalo de tantas injusticias y prevaricaciones. ¿Cómo podemos seguir siendo tan indiferentes, cómo podemos ir con tantas prisas en nuestra vida, como si estuviéramos ebrios de nuestros problemas, individuales o nacionales? ¿Cómo se puede vivir, discutir, dialogar y afrontar la vida en público sin entrar en contacto con el dolor y la muerte, sin verse empujado hacia la construcción de un mundo distinto?
El creyente va al encuentro de la palabra del Resucitado e invoca un día distinto: aquel día en el que ya no haya más lamentos porque la muerte, con todo su poder oscuro, habrá sido derrotada. Las cosas viejas todavía son demasiado fuertes; hay que trabajar y tener esperanza en las cosas nuevas, en que el mal y sus secuaces dejen de dominar el mundo. No es una cita normal y corriente la que convoca a los hermanos y hermanas alrededor del Resucitado. Es un momento solemne y de exaltación. Aquella noche del jueves de la Última Cena, después de que se hubiera marchado Judas, el ambiente se había hecho más sereno y familiar. Entonces Jesús les dio "el mandamiento nuevo". Sucede cada domingo. El mandamiento que nos enseña Jesús es un mandamiento "nuevo": "Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros" (v. 34). "Nuevo" significa "último", "definitivo", podríamos decir incluso "único", "fundamental". Cuando alrededor de la mesa del Señor -esa mesa que se prepara para nosotros cada domingo (aunque nosotros a veces la dejamos desierta)- se empiezan a escuchar estas palabras y nos amamos (intentamos amarnos) como él nos ha amado, se enciende en nosotros un amor más grande, más amplio, que transciende nuestros límites habituales. De ahí nace el deseo de un día distinto, mejor, el deseo del fin de toda tristeza, de todo dolor y de todo poder oscuro. Nadie pide a los cristianos que construyan la ciudad cristiana, la ciudad santa; pero, estando juntos alrededor del Señor, oímos una voz que dice: "Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios con ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado. Y el que se sentaba en el trono dijo: "Mira, que hago nuevas todas las cosas" (Ap 21, 3-5).
La proximidad al Resucitado nos afecta y nos transfigura: el cielo y la tierra nueva empiezan cuando empezamos a amarnos como nos ha amado el Señor. Entonces se produce la transfiguración, no sólo de personas individuales sino de un grupo, tanto si es grande como si es pequeño. El mismo Jesús había dicho: "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20). Y donde vive el Señor ya no viven las cosas viejas: "En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 35). Tertuliano afirma que fue sobre todo la práctica del amor lo que constituía, a los ojos de los paganos, como la marca de fuego de los cristianos: "Mirad cómo se aman", dicen (mientras que ellos se odian entre sí) y "cómo están dispuestos a morir el uno por el otro" (mientras ellos prefieren matarse entre sí). El mandamiento "nuevo" no es sólo el distintivo de pertenencia a Cristo: es el mismo rostro del Señor resucitado que vive en aquel pequeño grupo de pobres discípulos que intentan ponerlo en práctica.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.