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Memoria de Jesús crucificado
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Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de los santos Addai y Mari, fundadores de la Iglesia caldea
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de los santos Addai y Mari, fundadores de la Iglesia caldea


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 2,1-13

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios.» Todos estaban estupefactos y perplejos y se decían unos a otros: «¿Qué significa esto?» Otros en cambio decían riéndose: «¡Están llenos de mosto!»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Han pasado cincuenta días desde la Pascua, y los apóstoles, como de costumbre, se encontraban juntos en el cenáculo para rezar. De repente, un viento impetuoso sacudió las paredes de la casa y aparecieron lenguas como de fuego que se posaron sobre cada uno de los apóstoles. Fue una experiencia increíble que los transformó totalmente: de hombres miedosos que eran fueron transformados en hombres llenos de valor. Abrieron entonces aquella puerta que había estado cerrada durante cincuenta días, que no se había abierto ni siquiera para Jesús el día de la resurrección, y empezaron a anunciar el misterio de la salvación que se había realizado con la muerte y la resurrección de Jesús, ese justo que había sido crucificado algunas semanas antes pero que ellos habían encontrado resucitado. La venida del Espíritu Santo había cambiado profundamente a los apóstoles. Aquellas lenguas como de fuego vienen a significar una nueva verdad que quema, que cambia, que empuja a mover los primeros pasos por los caminos del mundo. Pentecostés marca el comienzo de la Iglesia. Y precisamente comienza con el Espíritu Santo, que cambia el corazón, la mente y la boca a aquel pequeño y asustado grupo de discípulos. Se podría comparar Pentecostés con el Bautismo de Jesús, cuando "bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma" (Lc 3, 22). Así como Jesús comenzó su vida pública "conducido por el Espíritu" (Lc 4, 1), así los discípulos abrieron las puertas y comenzaron a comunicar el Evangelio al mundo. Esto nos lleva a decir que todavía hoy seguimos teniendo necesidad de Pentecostés. Las comunidades cristianas deben dejarse envolver por el viento impetuoso que cambió a aquellos discípulos asustados para poder anunciar por todas partes y con mayor audacia el Evangelio a la generación de este inicio de milenio. Sin Pentecostés el mundo continuará siendo gris y triste, y sobre todo costará trabajo quitarse de encima esa dictadura del materialismo que arrastra la vida de los pueblos hacia lo más bajo, sin una verdadera esperanza por un futuro de justicia y de paz. Pentecostés abre un horizonte nuevo a los discípulos, amplio, universal, que no conoce fronteras de ninguna clase, ni sociales ni geográficas, culturales o raciales. Ante la puerta del cenáculo de Jerusalén, ese día se habían reunido simbólicamente los pueblos de la tierra hasta el momento conocidos. Están todos sin excepción, incluso los "extranjeros" de Roma, la capital del imperio. No es sólo una coincidencia que el autor ponga a Roma ya en los comienzos de la predicación de Pedro en Jerusalén. La comunidad de los discípulos todavía no ha empezado a dar sus primeros pasos y ya acoge en su horizonte de amor el corazón del gran imperio con su capital. Todos aquellos pueblos reunidos delante de Pedro pueden escuchar el único Evangelio, y cada uno en su propia lengua. Es el milagro del amor que logra unir a los pueblos de la tierra en una fraternidad que respeta la diversidad. La confusión de las lenguas que dividió a los hombres en Babel, ahora es derrotada por la lengua común del Espíritu Santo: la lengua del Evangelio del amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.