ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Memoria del profeta Isaías. Recuerdo de Atenágoras (1886-1972), patriarca de Constantinopla, padre del diálogo ecuménico.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas

Memoria del profeta Isaías. Recuerdo de Atenágoras (1886-1972), patriarca de Constantinopla, padre del diálogo ecuménico.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Judit 2,1-13

El año dieciocho, el día veintidós del primer mes, se celebró consejo en el palacio de Nabucodonosor, rey de Asiria, en orden a la venganza que había de tomarse a toda aquella tierra, tal como lo había anunciado. Convocó a todos sus ministros y a todos sus magnates y expuso ante ellos su secreto designio, decidiendo con su propia boca la total desgracia de aquella tierra. Y ellos sentenciaron que debía ser destruida toda carne que no había escuchado las palabras de su boca. Acabado el consejo, Nabucodonosor, rey de Asiria, llamó a Holofernes, jefe supremo del ejército y segundo suyo, y le dijo: «Así dice el gran rey, señor de toda la tierra: Parte de junto a mí. Toma contigo hombres de valor probado, unos 120.000 infantes y una gran cantidad de caballos, con 12.000 jinetes; marcha contra toda la tierra de occidente, pues no escucharon las palabras de mi boca. Ordénales que pongan a tu disposición tierra y agua, porque partiré airado contra ellos y cubriré toda la superficie de la tierra con los pies de mis soldados, a los que entregaré el país como botín. Sus heridos llenarán sus barrancos; sus ríos y torrentes, repletos todos de cadáveres, se desbordarán; y los deportaré hasta los confines de la tierra. Parte, pues, y comienza por apoderarte de su territorio. Si se rinden a ti, resérvamelos para el día de su vergüenza. Pero que no perdone tu ojo a los rebeldes. Entrégalos a la muerte y al saqueo en todo el país conquistado. Porque, por mi vida y por el poderío de mi reino, como lo he dicho, lo cumpliré por mi propia mano. Por tu parte, no traspases ni una sola de las órdenes de tu señor; las cumplirás estrictamente, sin tardanza, tal como te lo he mandado.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En esta página se ve cada vez más claro el misterio del enfrentamiento entre las potencias del mal y de Dios. Es una dimensión fundamental de la historia de los hombres de todos los tiempos, también de hoy. El capítulo empieza con una fecha: "El año dieciocho, el día veintidós del primer mes…" (2,1). Nabucodonosor expone su idea y empieza su plan de conquista de toda la tierra. Pero justamente aquel año (es el 587), Nabucodonosor destruye la ciudad de Jerusalén y el templo. Para el autor sagrado, no obstante, en el mismo año en el que Nabucodonosor destruye el templo, llega la victoria del pueblo de Dios. Podríamos decir que se anticipa lo que sucederá en la muerte en cruz: la derrota es, en realidad, la victoria. Es decir, en el choque entre Dios y el mal, la victoria es siempre de Dios, pero a través de una apariencia de derrota. Parece una derrota, pero en realidad es una victoria. Parece imposible aceptar esta lógica, pero es la lógica de Dios. Esta visión, tal como la presenta el libro de Judit, podría de algún modo introducir un cierto maniqueísmo. El mal parece tener el poder de destruir incluso la obra de Dios. En los salmos vemos a menudo esta convicción: el mal parece haber recibido todo poder, incluso sobre los buenos. Pero las Escrituras nos advierten de que la victoria de Dios no se manifiesta impidiendo o paralizando el poder del mal. El mal puede abrirse camino, pero no hasta destruir la fidelidad del Señor. La celebración de la Pascua quiere recordar que el Señor es fuerza de salvación para su pueblo. Dios salvó a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Este es el paradigma de la salvación que se cumplirá plenamente en Jesús: justo mientras era crucificado, vencía la ley del orgullo y del amor por uno mismo que son la raíz del mal en la tierra. Los pueblos de Oriente, derrotados por Nabucodonosor, ahora se unen a él para emprender la campaña contra los pueblos de Occidente. Y Nabucodonosor convoca al consejo de Estado, los generales del ejército, para proclamar su plan. La palabra de Nabucodonosor tiene el mismo carácter absoluto que la Palabra de Dios, el carácter absoluto de un oráculo. Su lenguaje es el mismo lenguaje de los profetas de Israel: "Así dice el gran rey, señor de toda la tierra". Su palabra no contempla la posibilidad de ser ineficaz. Debe ejecutar cuanto dice. El lenguaje de Nabucodonosor parece repetir el mismo lenguaje de Dios que ordena a Holofernes empezar la guerra por su poder absoluto. Holofernes conquista los bienes de la tierra, pero no los conquista para él, sino para Nabucodonosor. Los hombres a menudo creen que se libran del dominio de Dios, piensan que afirman su libertad, que se emancipan de Dios. Pero caen inexorablemente bajo el dominio del maligno. El hombre nunca es autónomo: o es hijo de Dios o lo es del maligno. Y la obra de este último no es más que la devastación total, la ruina universal. Los pueblos, sometiéndose libremente a Holofernes, se convierten en sus siervos. Pero todo lo que hace Nabucodonosor no logra su objetivo mientras haya un pequeño pueblo, o incluso una sola alma, que no quiera reconocer su soberanía absoluta. Si un creyente, una pequeña comunidad, le niega su obediencia como único dios, el maligno siente que no ha logrado lo que quería. Por eso, una vez destruidas las naciones, la ira de Nabucodonosor y de Holofernes se abalanza contra el pequeño reino de Judá. Dios y el mal se alternan: si Dios se hace presente, el mal es vencido, pero cuando Dios permanece secreto y oculto, el mal parece imperar y no puede soportar que ni siquiera una sombra se oponga a su imperio. Momentáneamente parece prevalecer la victoria del mal, pero esta no es definitiva mientras el reino de Judá resiste y permanece fiel a Dios, mientras una pequeña comunidad escucha al Señor y vive según su Palabra. Esa pequeña comunidad salva la ciudad, salva el mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.