ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Judit 4,1-8

Los israelitas que habitaban en Judea oyeron todo cuanto Holofernes, jefe supremo del ejército de Nabucodonosor, rey de Asiria, había hecho con todas las naciones: cómo había saqueado sus templos y los había destruido, y tuvieron gran miedo ante él, temblando por la suerte de Jerusalén y por el Templo del Señor su Dios, pues hacía poco que habían vuelto del destierro y apenas si acababa de reunirse el pueblo de Judea y de ser consagrados el mobiliario, el altar y el Templo profanados. Pusieron, pues, sobre aviso a toda la región de Samaría, a Koná, Bet Jorón, Belmáin, Jericó, y también Joba, Esorá y el valle de Salem, y ocuparon con tiempo todas las alturas de las montañas más elevadas, fortificaron los poblados que había en ellas e hicieron provisiones con vistas a la guerra, pues tenían reciente la cosecha de los campos. El sumo sacerdote Yoyaquim, que estaba entonces en Jerusalén, escribió a los habitantes de Betulia y Betomestáin, que está frente a Esdrelón, a la entrada de la llanura cercana a Dotán, ordenándoles que tomaran posiciones en las subidas de la montaña que dan acceso a Judea, pues era fácil detener allí a los atacantes por la angostura del paso que sólo permite avanzar dos hombres de frente. Los israelitas cumplieron la orden del sumo sacerdote Yoyaquim y del Consejo de Ancianos de todo el pueblo de Israel que se encontraba en Jerusalén.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El autor sagrado, tras haber descrito el poder enorme de Nabucodonosor que somete a su voluntad a todos los pueblos de la tierra, presenta la resistencia del pequeño reino de Judá. Es impresionante este choque de fuerzas. Por una parte está prácticamente todo el universo en formación para derrotar a Judá y por otra, este minúsculo pueblo que resiste al poder absoluto. Es una manifestación más del modo de actuar de Dios en el mundo. Él, en efecto, se hace presente bajo el signo de la humildad, de la pobreza y de la impotencia. Jesús lo vivió en su propia carne y lo dijo para los discípulos de todos los tiempos: "Yo os envío como ovejas en medio de lobos" (Mt 10, 16). Esa es la situación real del pueblo de Dios ante el mundo. Dios está presente, pues, en la humildad, en el silencio; el poder, en cambio, está en manos de otros y, si quisiéramos investirnos de poder, pondríamos en peligro nuestra fidelidad a Dios. En realidad es la tentación de siempre que conoció Israel y el mismo Jesús, así como toda la historia de los cristianos. Israel había vuelto del exilio hacía poco, había reconstruido el templo y ahora tenía que hacer frente a una amenaza incluso más grave que la deportación y el exilio. Holofernes estaba dispuesto no sólo a destruir el templo sino también a erradicar la fe del pueblo de Dios. El exiguo pueblo de Judá empieza la resistencia no tanto para salvarse a sí mismo sino para salvar la alianza con Dios, pues sabe que Nabucodonosor quiere destruir toda religión, toda divinidad. En definitiva, es una auténtica guerra de persecución religiosa: el rey quiere ponerse en el lugar de Dios. Desde Jerusalén llega la orden de ocupar las cimas de los montes, de rodear con murallas las ciudades y los pueblos, de llevar avituallamiento al interior de las murallas para resistir al asedio; los habitantes de Betulia, que es la puerta del reino, deben vigilar los desfiladeros entre montañas. El pueblo de Judá se prepara como puede para el enfrentamiento con el ejército de Nabucodonosor liderado por Holofernes, en el que participan hombres de todas las naciones. Puede hacer muy poco. Cualquier resistencia parece no sólo vana, sino incluso ridícula. No obstante, la nación se prepara, no cede; hace cuanto puede para frenar la avalancha que está a punto de sumergirla. Dios pide a los hombres que hagan lo que es posible, para intervenir luego Él mismo y hacer que la acción del hombre sea eficaz. Pero la verdadera arma de Israel, o más bien dicho, la única arma de Israel, es la oración de súplica de las mujeres y de los niños a Dios. Los otros pueblos habían renunciado a luchar para salvar su vida, y ahora están todos al servicio de Nabucodonosor, ayudando al ejército que deberá eliminar de la tierra el culto a Dios. Sabemos que aunque Nabucodonosor se impusiera al reino de Judá y destruyera el templo, Dios no habría sido derrotado, pero, eso sí, no habría ninguna lámpara sobre la tierra al verdadero Dios, ningún culto prestado al verdadero Dios. Israel sabe que ha recibido un cometido sagrado, una misión a la que no puede renunciar. En toda la tierra Israel está llamado a dar testimonio del verdadero Dios a todas las naciones. El judaísmo no puede ceder, no puede darse por vencido y se prepara para la lucha desigual. Holofernes no entiende nada. ¿Cómo es posible que este pueblo, el más pequeño de entre las naciones, se atreva a resistirse a su potencia? Todas las naciones se habían postrado a sus pies, ¿por qué esta resiste? La misión de Israel es la misma que tiene la Iglesia: dar testimonio a todos los pueblos de la tierra de la primacía absoluta de Dios sobre todas las cosas, una primacía del amor y de la misericordia. Por eso los creyentes relativizan todo poder y piden a todo el mundo que viva no para sí mismo sino para el Señor y para los demás. Pero esta oposición al poder del mal comporta una lucha que no cesa. Es una lucha que parece desigual, pero Jesús asegura: "Las puertas del Hades no prevalecerán contra ella" (Mt 16, 18). La verdadera resistencia al mal es la de los mártires, la de aquellos que resisten al mal incluso a coste de su vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.