ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Judit 7,1-18

Al día siguiente ordenó Holofernes a todo su ejército y a todos los pueblos que iban como tropas auxiliares mover el campo contra Betulia, ocupar los accesos de la montaña y comenzar las hostilidades contra los israelitas. El mismo día levantaron el campo todos los hombres de su ejército; el número de sus guerreros era de 120.000 infantes y 12.000 jinetes, sin contar los encargados del bagaje y la gran cantidad de hombres que iban a pie con ellos. Acamparon en el valle que hay cerca de Betulia, junto a la fuente, y se desplegaron en profundidad desde Dotán hasta Belbáin, y en longitud desde Betulia hasta Kiamón, que está frente a Esdrelón. Cuando los israelitas vieron su muchedumbre, quedaron sobrecogidos y se dijeron unos a otros: «Estos ahora van a arrasar toda la tierra y ni los montes más altos ni los barrancos ni las colinas podrán soportar su peso.» Tomó cada cual su equipo de guerra, encendieron hogueras en las torres y permanecieron sobre las armas toda aquella noche. Al segundo día, Holofernes hizo desfilar toda su caballería ante los israelitas que había en Betulia. Inspeccionó todas las subidas de la ciudad, reconoció las fuentes y las ocupó, dejando en ellas guarniciones de soldados; y él se volvió donde su ejército. Se acercaron entonces a él los príncipes de los hijos de Esaú, todos los jefes de los moabitas y los generales del litoral, y le dijeron: «Que nuestro señor escuche una palabra y no habrá ni un solo herido en tu ejército. Este pueblo de los israelitas no confía tanto en sus lanzas como en las alturas de los montes en que habitan. De hecho no es fácil escalar la cumbre de estos montes. «Por eso, señor, no pelees contra ellos en el orden de batalla acostumbrado, para que no caiga ni un solo hombre de los tuyos. Quédate en el campamento y conserva todos los hombres de tu ejército. Que tus siervos se apoderen de la fuente que brota en la falda de la montaña, porque de ella se abastecen todos los habitantes de Betulia. La sed los destruirá y tendrán que entregarte la ciudad. Nosotros y nuestro pueblo ocuparemos las alturas de los montes cercanos y acamparemos en ellas, vigilando para que no salga de la ciudad ni un solo hombre. Ellos, sus mujeres y sus hijos, serán consumidos por el hambre y, aun antes de que la espada les alcance, caerán tendidos por las plazas de su ciudad. Entonces les impondrás un duro castigo por haberse rebelado y no haber salido a tu encuentro en son de paz.» Parecieron bien estos consejos a Holofernes y a todos sus oficiales, y ordenó que se ejecutara lo que proponían. Se puso en marcha el ejército moabita, reforzado por 5.000 asirios, acamparon en el valle y se apoderaron de los depósitos de agua y de las fuentes de los israelitas. Los edomitas y ammonitas, por su parte, acamparon en el monte, frente a Dotán, y enviaron destacamentos hacia el sur y el este, frente a Egrebel, que está al lado de Jus, sobre el torrente Mojmur. El resto del ejército asirio quedó acampado en la llanura y cubría toda la superficie del suelo. Sus tiendas y bagajes formaban un campamento inmenso, porque eran una enorme muchedumbre.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Holofernes se sorprende de la resistencia que aquel pequeño pueblo ofrece al poder de Nabucodonosor. Lo que más le irrita es la diversidad del comportamiento de aquel pueblo respecto a los demás: no confía en un rey poderoso, ni en un ejército aguerrido, sino en un Dios invisible. Para Holofernes, pendiente sólo de la riqueza, del placer, de la fuerza material, de lo que se ve y lo que se puede ostentar, es difícil imaginar un Dios invisible para el que uno vive y está dispuesto incluso a morir. Para Israel, en cambio, existía la certeza de la ayuda de Dios. Efectivamente, del mismo modo que Dios había querido ser el Dios de Israel, también Israel se había comprometido a ser el pueblo de Dios y se había consagrado al culto de Dios. Su razón de ser es el culto al Señor. Los creyentes, efectivamente, viven únicamente para Dios. Y esta unión profunda es la razón de su esperanza y de su confianza en la intervención del Señor. Holofernes, seguro de su fuerza, avanza contra la pequeña ciudad de Betulia, puerta de acceso a la tierra de Israel. Pero Holofernes ordena la formación de su imponente ejército (ciento veinte mil infantes, doce mil jinetes, y numerosos agregados), como si tuviera que salir a la conquista de un imperio, cuando en realidad tenía que hacerse con poco más que un pueblo. Sí, Dios está como invisible y ausente, pero en realidad está tremendamente presente. No muestra su presencia, pero Holofernes siente con gran confusión que está a punto de llevarse a cabo la lucha decisiva por el dominio del mundo. Nadie lucharía sin alguna esperanza de victoria. Para Holofernes es misteriosa la confianza que tiene el pueblo de Judá en su Dios. Esta confianza por una parte le provoca los sentimientos más airados, pero por otra suscita en él una cierta aprensión. Es el fruto de las palabras de Ajior. Parece que así se subraye la fuerza de la palabra "profética" que, a pesar de todo, entra incluso en el corazón más endurecido. Sí, el encuentro y el diálogo jamás son inútiles. Sin la aprensión que provocan las palabras de Ajior es totalmente incomprensible el despliegue de fuerza que prepara Holofernes. Incluso los aliados y los dirigentes intermedios tienen miedo y quieren evitar graves pérdidas al ejército. Es mejor no luchar, aconsejan; será más seguro sitiar la ciudad y ganarla por el hambre. Los sitiados sucumbirán porque no les llegará ninguna ayuda. El asedio significa resguardarse y poner a prueba a su Dios. Deberán faltar a la ciudad las provisiones de víveres y de agua. Así pues, van a ocupar las fuentes y esperan que la ciudad, derrotada por el hambre, abra por sí sola sus puertas. Ya no buscan el choque frontal, del que casi parecen tener miedo; perciben, tal vez de manera poco clara, un poder que no se atreven a provocar y que se ha hecho presente en el pueblo de Betulia gracias a la oración. En esta historia, tal como hemos indicado repetidamente, no se libra simplemente una batalla de conquista. Está en juego una lucha mucho más profunda, la del maligno contra Dios. Y el maligno no lucha directamente contra Dios, sino contra el pueblo al que Dios ha elegido y al que ama. Aquí vemos representada la persecución contra el pueblo de Dios, primero, y contra los discípulos de Jesús, después, a lo largo de la historia. Pero las Escrituras afirman que el Señor derrota a los soberbios, que "los malos perecen en tinieblas (pues no por la fuerza triunfa el hombre)" (1 S 2, 9). El Señor, en efecto, "oyó su voz y vio su angustia" (Jdt 4, 13). No sabían cómo iba a llegar la ayuda del Señor, pero confiaron en Él. Sabían que "no nos ha de abandonar por siempre" (7, 30).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.