ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Apocalipsis 1,12-20

Me volví a ver qué voz era la que me hablaba y al volverme, vi siete candeleros de oro, y en medio de los candeleros como a un Hijo de hombre, vestido de una túnica talar, ceñido al talle con un ceñidor de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos, como la lana blanca, como la nieve; sus ojos como llama de fuego ; sus pies parecían de metal precioso acrisolado en el horno; su voz como voz de grandes aguas. Tenía en su mano derecha siete estrellas, y de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro, como el sol cuando brilla con toda su fuerza. Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. El puso su mano derecha sobre mí diciendo: «No temas, soy yo, el Primero y el Ultimo, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades. Escribe, pues, lo que has visto: lo que ya es y lo que va a suceder más tarde. La explicación del misterio de las siete estrellas que has visto en mi mano derecha y de los siete candeleros de oro es ésta: las siete estrellas son los Ángeles de las siete Iglesias, y los siete candeleros son las siete Iglesias.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan oye la voz y se vuelve. El Evangelio, si lo escuchamos, siempre hace que nos volvamos. Eso mismo le sucedió a Moisés, cuando se volvió para escuchar la voz de Dios que venía de la zarza ardiente; también le sucedió lo mismo a José cuando, atormentado por las dudas, escuchó al ángel y "tomó al niño y a su madre"; les sucedió lo mismo a los magos, pues, tras ser advertidos, "se retiraron a su país por otro camino". Es la historia de todo llamamiento: el que escucha, levanta la atención de sí mismo y la dirige hacia la voz que habla. Juan se vuelve "para ver qué voz era la que me hablaba". En su primera carta escribe: "A Dios nadie le ha visto nunca" (4, 12), pero Jesús nos lo ha revelado (cfr. Jn 1, 18). Y ahora el apóstol "pinta" un gran icono de Cristo: "como a un Hijo de hombre, vestido de una túnica talar". En su Evangelio ya lo presentó vestido con una túnica "sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo" (19, 23) cuando estaba a punto de ser crucificado. Los soldados que se habían repartido los vestidos no dividieron la túnica, signo del Cuerpo de Cristo, símbolo de la unidad de la comunidad de los creyentes. Jesús no está solo: está en medio de los siete candeleros, de las siete iglesias, y las mantiene unidas en una única comunión. Su cabellera es cándida como la nieve, signo de eternidad; sus ojos encendidos como fuego evocan la profundidad de la mirada de amor; sus pies broncíneos denotan estabilidad y firmeza; su voz es fuerte y poderosa como el rugido del océano. Todas las iglesias reflejan su esplendor y viven de su palabra. Tal como explica (v. 20), las siete estrellas que tiene en su mano representan los ángeles custodios que velan por las iglesias o, más simplemente, los "obispos" que guían a las comunidades cristianas. La lengua que sale de la boca de Cristo es como una espada afilada: su palabra no es un soplo de aire, sino que es fuerte y poderosa, pues derrota el pecado y la soledad y crea la comunión en aquellos que le escuchan y dejan que les toque el corazón. El rostro de Cristo brilla como el sol. Parece repetirse la Transfiguración. También esta vez el apóstol cae al suelo como muerto. Y una vez más Jesús lo toca con su mano derecha, pero esta vez también tiene en su mano derecha las siete estrellas, y repite aquellas palabras: "No temas", y le confía la tarea de comunicar a todos esta extraordinaria visión que para nosotros se hace realidad en la celebración de la Santa Eucaristía.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.