ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Apocalipsis 16,8-21

El cuarto derramó su copa sobre el sol; y le fue encomendado abrasar a los hombres con fuego, y los hombres fueron abrasados con un calor abrasador. No obstante, blasfemaron del nombre de Dios que tiene poder sobre tales plagas, y no se arrepintieron dándole gloria. El quinto derramó su copa sobre el trono de la Bestia; y quedó su reino en tinieblas y los hombres se mordían la lengua de dolor. No obstante, blasfemaron del Dios del cielo por sus dolores y por sus llagas, y no se arrepintieron de sus obras. El sexto derramó su copa sobre el gran río Eufrates; y sus aguas se secaron para preparar el camino a los reyes del Oriente. Y vi que de la boca del Dragón, de la boca de la Bestia y de la boca del falso profeta, salían tres espíritus inmundos como ranas. Son espíritus de demonios, que realizan señales y van donde los reyes de todo el mundo para convocarlos a la gran batalla del Gran Día del Dios Todopoderoso. (Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela y conserve sus vestidos, para no andar desnudo y que se vean sus vergüenzas). Los convocaron en el lugar llamado en hebreo Harmaguedón. El séptimo derramó su copa sobre el aire; entonces salió del Santuario una fuerte voz que decía: «Hecho está». Se produjeron relámpagos, fragor, truenos y un violento terremoto, como no lo hubo desde que existen hombres sobre la tierra, un terremoto tan violento. La Gran Ciudad se abrió en tres partes, y las ciudades de las naciones se desplomaron; y Dios se acordó de la Gran Babilonia para darle la copa del vino del furor de su cólera. Entonces todas las islas huyeron, y las montañas desaparecieron. Y un gran pedrisco, con piedras de casi un talento de peso, cayó del cielo sobre los hombres. No obstante, los hombres blasfemaron de Dios por la plaga del pedrisco; porque fue ciertamente una plaga muy grande.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La cuarta copa de la ira divina se derrama sobre el sol: había sucedido lo mismo después del toque de la cuarta trompeta. El flagelo consiste en el aumento de la temperatura del sol que lo quema todo y reduce a cenizas a los hombres. Es asombroso que las plagas que describe el Apocalipsis encuentren increíbles paralelismos en la crisis medioambiental que hoy atraviesa todo el planeta. La torpeza, el egoísmo y la arrogancia de los hombres anticipan la infelicidad y la condena que proviene del pecado. No obstante, a pesar de estar atormentado por esos flagelos, los hombres no se arrepienten; al contrario, sus palabras se hacen aún más blasfemas. El orgullo cierra el corazón y la mente y nos hace sordos a cualquier llamamiento a cambiar. La quinta copa parece retomar la novena plaga de Egipto, la de las tinieblas, símbolo del poder opresivo, encarnado en esta ocasión por la Roma imperial. También en ocasión de la quinta trompeta una cortina de humo, proveniente del pozo del Abismo infernal, oscurece el sol y la atmósfera (9, 2). No obstante, y a pesar de los dolores y el tormento, los malvados una vez más reaccionan rebelándose y blasfemando. Se muerden la lengua de dolor, pero continúan blasfemando. Es la ceguera de quien persevera en sus pensamientos malvados. Habría que meditar las palabras de Jesús a los fariseos: "Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: ‘Vemos’, vuestro pecado permanece" (Jn 9, 41). La sexta copa transforma el Éufrates, símbolo bíblico de la superpotencia babilónica (Is 8, 6-8), en una vía militar abierta a los reyes de Oriente. El Señor que había abierto el Mar Rojo y el Jordán puede abrir también el Éufrates, aunque ya no para salvar sino para condenar. Juan introduce una especie de trinidad satánica formada por el dragón, la Bestia y el falso profeta. De ella salen tres "espíritus inmundos" o demoníacos, que se oponen al Espíritu Santo y a sus dones. De dicha trinidad nace como una alianza del Mal que acoge a las potencias terrestres en una gran y poderosa coalición en vista del enfrentamiento final, "el gran día" del juicio divino. Pero el Señor vendrá "como un ladrón" y deshará el mal triunfando sobre él. Los creyentes, pues, deben estar atentos, es decir, deben perseverar en la oración y en el amor que son como las vestiduras que los recubren y los hacen dignos de la victoria en la montaña de Meguiddó. Allí tiene lugar la victoria definitiva de Dios sobre el mal a través de la intervención del séptimo ángel que con el contenido de su copa afecta al aire. Del trono sale una voz que grita: "Hecho está". Y de pronto se desencadena un cataclismo universal: relámpagos, fragor, truenos y un violento terremoto sacuden la tierra. También Babilonia, "la gran ciudad", junto con las "ciudades de las naciones" sufren los efectos de aquellos fenómenos. Babilonia, símbolo de la ciudad idólatra donde no se respeta ni a Dios ni a los hombres y donde se perpetra toda injusticia, se ve obligada a beber "la copa del vino del furor de la ira de Dios": toda la vida asociada a ella se ve trastocada, las islas desaparecen, y los hombres que sufren aquellos infortunios no sólo no se arrepienten sino que continúan blasfemando contra Dios por lo que les está sucediendo. A pesar de todo, el Señor no abandona a su pueblo. El Señor de la vida y de la historia sigue siendo soberano por encima de todas las potencias.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.