ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Apocalipsis 22,6-21

Luego me dijo: «Estas palabras son ciertas y verdaderas; el Señor Dios, que inspira a los profetas, ha enviado a su Ángel para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto. Mira, vengo pronto. Dichoso el que guarde las palabras proféticas de este libro.» Yo, Juan, fui el que vi y oí esto. Y cuando lo oí y vi, caí a los pies del Ángel que me había mostrado todo esto para adorarle. Pero él me dijo: «No, cuidado; yo soy un siervo como tú y tus hermanos los profetas y los que guardan las palabras de este libro. A Dios tienes que adorar.» Y me dijo: «No selles las palabras proféticas de este libro, porque el Tiempo está cerca. Que el injusto siga cometiendo injusticias y el manchado siga manchándose; que el justo siga practicando la justicia y el santo siga santificándose. Mira, vengo pronto y traigo mi recompensa conmigo para pagar a cada uno según su trabajo. Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin. Dichosos los que laven sus vestiduras, así podrán disponer del árbol de la Vida y entrarán por las puertas en la Ciudad. ¡Fuera los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras, y todo el que ame y practique la mentira!» Yo, Jesús, he enviado a mi Ángel para daros testimonio de lo referente a las Iglesias. Yo soy el Retoño y el descendiente de David, el Lucero radiante del alba.» El Espíritu y la Novia dicen: «¡Ven!» Y el que oiga, diga: «¡Ven!» Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida. Yo advierto a todo el que escuche las palabras proféticas de este libro: «Si alguno añade algo sobre esto, Dios echará sobre él las plagas que se describen en este libro. Y si alguno quita algo a las palabras de este libro profético, Dios le quitará su parte en el árbol de la Vida y en la Ciudad Santa, que se describen en este libro.» Dice el que da testimonio de todo esto: «Sí, vengo pronto.» ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. ¡Amén!

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hemos llegado a la última página del Apocalipsis. Igual que al inicio, el texto hace una descripción en una especie de solemne liturgia dialogada. El ángel que nos ha introducido en la celestial Jerusalén pronuncia la penúltima bienaventuranza del Apocalipsis, que conecta con la de la Madre de Jesús, que "conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón" (Lc 2, 51). La profecía, toda profecía, debe ser custodiada, contemplada y vivida. Es lo mismo que debe hacerse con toda Palabra de Dios; también con este libro. El ángel exhorta a Juan a no sellarlo. Las palabras del Apocalipsis, en efecto, no describen simplemente el futuro: hablan de la vida de la comunidad cristiana inmersa en la complejidad y en el drama de la historia. Todas las distintas generaciones cristianas están en aquel campo fascinante y terrible de la historia en el que se enfrentan el Bien y el Mal. También nuestra generación cristiana debe confrontarse con estas palabras y sobre todo debe afrontar el inicio de este nuevo milenio teniendo delante de sus ojos la celestial Jerusalén sabedora de la victoria del Señor sobre el Príncipe del Mal y sobre sus ejércitos. La nueva Jerusalén sigue siendo el sueño de los creyentes. Un monje anónimo del siglo XII escribía: "La ciudad de Jerusalén está situada en las alturas celestes. Su constructor es Dios. Dios es su único fundamento, como único es el fundador, Dios, el Altísimo que la fundó. Única es la vida de todos sus habitantes; única es la luz que ven; única es la paz de su reposo; único es el pan que los sacia; única es la fuente de la que beben, dichosos sin fin. Y todo eso es Dios, que lo es todo en todas las cosas… La ciudad es, ve, ama… Esta ciudad no necesita la luz del sol, porque Dios Todopoderoso la ilumina. Su llama es el Cordero de Dios sin mancha, enviado por el Padre al mundo como víctima de salvación… Él hizo salir a los presos del lago infernal carente de agua, triunfante delante de ellos mientras los introducía con él en su reino. Es de aspecto muy hermoso, deseable a la mirada… Es rey pacífico y toda la tierra desea su rostro. Es el propiciador para los pecados, el amigo de los pobres, consuelo de los afligidos, custodio de los pequeños, doctor de los simples, guía de los peregrinos, redentor de los muertos, ánimo para los combatientes, generoso compensador rey de los victoriosos". La certeza de la inminencia de la ciudad Santa, de la Jerusalén celestial, nos hace gritar también a nosotros: "¡Ven, Señor Jesús!". Sí, ven porque el mundo sin Ti está en manos el Maligno, ven porque sin ti no podemos hacer nada. Ven, porque tu amor y tu compañía son nuestra fuerza y nuestro consuelo. Y ven, para que sepamos que nos escuchas. El Apocalipsis, antes de que saliera la oración de nuestra boca, ya nos ha dado tu respuesta: "Sí, vengo pronto".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.