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Domingo de la Santa Familia
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Libretto DEL GIORNO
Domingo de la Santa Familia

Homilía

En este Domingo que sigue inmediatamente al día de Navidad, el ángel, sin interponer demasiado tiempo, nos dice también a nosotros como a José: "toma contigo al niño y a su madre". Sí, debemos tomar al niño con nosotros de inmediato, acogerlo en nuestro corazón, en nuestra vida, en nuestros pensamientos. Por lo demás, toda la Navidad está aquí: en tomar con nosotros al niño. No es una exhortación moral, como para decir: en Navidad somos todos un poco mejores. La Navidad es una cuestión de vida o muerte. De hecho, hay quien quiere matar al niño. El Evangelio habla de Herodes, que es una persona de carne y hueso, el primero de todos los Herodes que aparecerán a lo largo de la vida de Jesús y también en la de la primera comunidad cristiana de los Hechos de los Apóstoles. Herodes, podríamos decir, no ha acabado, es la estrategia del mal que sigue actuando en el mundo, que no cesa de cosechar víctimas débiles e inocentes. ¡Cuántos niños mutilados en combates! ¡Cuántas víctimas de todo tipo de violencia! Las amenazas de muerte no están relegadas solo a la página evangélica de la matanza de los inocentes, los Herodes de este mundo siguen haciendo matanzas. Por esto el Evangelio de Navidad vuelve, y con mayor fuerza sigue diciendo: "Toma al niño y a su madre". Jesús está aún amenazado, amenazado en la vida de los más débiles. A veces también está amenazado por nuestro corazón. Es fácil excluirlo del corazón, alejarlo de nuestras preocupaciones. Es fácil olvidarse de este niño. Pero en él está escondida toda nuestra salvación.
Hoy la liturgia nos presenta la Sagrada Familia de Nazaret para recordarnos que los niños, los pequeños, los indefensos, necesitan una familia para salvarse. Pensemos en los niños de nuestras familias y en los muchos niños abandonados en nuestro país y en el mundo. Sin una familia los niños no podrán crecer con salud en el cuerpo ni en el corazón. También se puede decir que la familia a veces no basta. Es verdad, sobre todo cuando falta el amor. Pues bien, la Navidad vuelve para decir a todos, a todas las familias, que acojan a Jesús, es decir, al amor. Podemos decir que el Evangelio de hoy es como el Ángel que habló en sueños a José para decirle que tomara consigo al niño y a la madre. Es una invitación dirigida también a nosotros. ¡Sí! Debemos tomar al niño con nosotros, acogerle en nuestro corazón, en nuestra vida, en nuestros pensamientos. Toda la Navidad está aquí: en tomar con nosotros al niño y a su madre. La liturgia de la Iglesia quiere que nosotros contemplemos en estos días a María y José con Jesús. Es la familia de Nazaret. El Evangelio de Mateo nos dice que la familia también fue necesaria para Jesús, sí, también él necesitó una familia.
Pero a la vez, se debe también decir que María y José necesitaron a Jesús. Sin él esta familia ni siquiera habría comenzado, se habría roto al nacer. Jesús es el verdadero tesoro de la familia de Nazaret, la razón de la vida de María y José. En este sentido ambos son ejemplos para las familias cristianas. Los padres están llamados a imitar la obediencia de María y de José a las palabras del Ángel, es decir, a la Palabra de Dios, para ser padres y madres según el Evangelio, deben tener su misma preocupación en seguir a Jesús, en no perderle y en buscarle siempre. Y los hijos pueden mirar el amor de Jesús por José y María. ¿Cómo no recordar las palabras de Jesús en la cruz cuando confía a la madre anciana al joven discípulo? Jesús es el centro de la familia y el maestro del amor. Sin Jesús, es decir, sin el amor, la familia de Nazaret se habría roto al nacer. José obedeció al ángel, tomó consigo a María y al niño y se hizo partícipe del gran diseño de Dios.
Tomemos a Jesús con nosotros y seremos salvados. Tomemos a Jesús con nosotros y sabremos vivir juntos, en familia y con los demás. Escuchemos las palabras del Ángel, es decir, el Evangelio, y sabremos recorrer los caminos de la vida, sabremos evitar los peligros y encontrar nuestro Egipto, nuestro refugio, aunque nos cueste sacrificios y dolores. Si sabemos mirar a aquel niño débil y tomarlo con nosotros, sabremos -como dice el Eclesiástico- honrar al padre y a la madre ancianos, y aunque pierdan la cordura, sentiremos compasión por ellos y no les despreciaremos. El niño de Belén nos enseña a mirar y a amar a los niños, los nuestros y los demás, y así los padres podrán quererse más. Quien toma a Jesús consigo aprende a amar. Por el contrario, quien solo se lleva a sí mismo, se encierra en su egocentrismo y se vuelve malvado. El Evangelio de Navidad vuelve para que cada uno de nosotros se revista de los sentimientos de Jesús. El apóstol Pablo nos lo recuerda: "Revestíos... de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente". Mientras nos encaminamos hacia el final de este año y estamos por comenzar otro, queremos poner nuestra entrada y salida bajo la mirada del Señor. El apóstol Pablo nos exhorta: "Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.