ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 11,11-26

Y entró en Jerusalén, en el Templo, y después de observar todo a su alrededor, siendo ya tarde, salió con los Doce para Betania. Al día siguiente, saliendo ellos de Betania, sintió hambre. Y viendo de lejos una higuera con hojas, fue a ver si encontraba algo en ella; acercándose a ella, no encontró más que hojas; es que no era tiempo de higos. Entonces le dijo: «¡Que nunca jamás coma nadie fruto de ti!» Y sus discípulos oían esto. Llegan a Jerusalén; y entrando en el Templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y a los que compraban en el Templo; volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas y no permitía que nadie transportase cosas por el Templo. Y les enseñaba, diciéndoles: «¿No está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las gentes? ¡Pero vosotros la tenéis hecha una cueva de bandidos! » Se enteraron de esto los sumos sacerdotes y los escribas y buscaban cómo podrían matarle; porque le tenían miedo, pues toda la gente estaba asombrada de su doctrina. Y al atardecer, salía fuera de la ciudad. Al pasar muy de mañana, vieron la higuera, que estaba seca hasta la raíz. Pedro, recordándolo, le dice: «¡Rabbí, mira!, la higuera que maldijiste está seca.» Jesús les respondió: «Tened fe en Dios. Yo os aseguro que quien diga a este monte: "Quítate y arrójate al mar" y no vacile en su corazón sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. Por eso os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis. Y cuando os pongáis de pie para orar, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone vuestras ofensas.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Concluida la jornada de la entrada en Jerusalén como Mesías, Jesús vuelve a Betania, probablemente a casa de Marta, María y Lázaro. Son sus días más difíciles y necesita una casa amiga donde quedarse, aunque sea Jerusalén la ciudad donde predica. A la mañana siguiente vuelve a la ciudad, y mientras baja hacia Jerusalén siente hambre. Por el camino hay una higuera muy frondosa; Jesús se acerca pero no encuentra frutos. Lo maldice y la higuera se seca. No es un gesto de despecho sino simbólico: ciertamente Jesús tenía hambre, pero no de pan -como aparece en otra parte del Evangelio- sino de amor. Jesús tenía sed pero no de agua, como en la cruz, sino de afecto. Si somos estériles en el amor, si no somos generosos en el cariño, disponibles para quien tiene necesidad, si somos como aquel árbol, lleno de hojas pero sin fruto, seremos inútiles para nosotros mismos y para los demás. Al llegar a Jerusalén Jesús se dirige directamente al templo, corazón de la ciudad santa, como para tomar posesión de ella, y una vez allí comienza a "echar fuera a los que vendían y a los que compraban en el Templo". No es un simple gesto moralizante destinado a eliminar abusos y a regular el curso de la vida del templo. El gesto de Jesús es mucho más radical: "echa fuera" del templo, de la comunidad y del corazón aquella religiosidad hecha solo de ritualidad exterior que se alimenta de relaciones falsas y reivindicativas, que se relaciona con Dios y con los hermanos como en un mercado donde no existe la gratuidad del amor sino la compraventa de relaciones. El templo es la casa de oración, el lugar de la relación directa con el Padre, donde los hijos se reúnen y son acogidos por el Padre. Jesús mismo es el verdadero templo, una casa abierta a todos los hombres -incluso a los extranjeros-, accesible a "todos los pueblos" de la tierra. Su casa es el reino del amor y del perdón, de la fraternidad y de la paz, y sobre todo es el reino de la gratuidad, donde no se vive y se actúa esperando una recompensa por parte del otro. El Señor nos invita al amor gratuito y sin reservas, que no ponga como condición la reciprocidad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.