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Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

III de Pascua
Recuerdo de María virgen venerada como Nuestra Señora de Luján, en Argentina.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

El Evangelio nos presenta el episodio de los dos discípulos de Emaús. Y no es ninguna casualidad, porque en aquellos dos discípulos que se alejan para volver a su pueblo y reanudar su vida de siempre estamos también nosotros. Como ellos, también nosotros muchas veces estamos marcados por la tristeza que se ve en nuestro rostro. Una tristeza más que justificada. La vida cotidiana a menudo es una derrota: derrota del Evangelio en la vida de los cristianos y en la vida de los hombres, derrota del Evangelio en los perseguidos, en los pobres, en las guerras, en la violencia, en la soledad, en el abandono. Cada día está marcado todavía hoy por esas derrotas. Por eso existen muchos motivos justificados o incluso objetivos, podríamos decir, en la vida de nuestras ciudades, en la vida del mundo, entre nosotros también, para estar tristes. Es más, podría incluso decir que haríamos bien en estarlo un poco más; a menudo olvidamos o no miramos bien para que no se vea afectada nuestra avara irreflexividad y tranquilidad.
Pero en un determinado punto del camino el crucificado mismo se acerca y se pone en medio de los dos discípulos. Ellos no lo reconocen, y él les pregunta por qué están tan tristes y abatidos. "¿Eres tú -le contestan- el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que han pasado allí estos días?". Sí, ¿quién es aquel hombre que no sabe lo que ha pasado los días anteriores en Jerusalén? Parece alguien que está en las nubes, que no presta atención a lo que pasa o tal vez simplemente no está informado. Cleofás, con un tono no muy amable, lo define como forastero, casi como si quisiera subrayar el sentimiento de extrañeza que hay entre los dos hombres y aquel forastero. La paradoja es que están hablando precisamente de él, de aquel forastero. "Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel -le contestan-; pero esto se pasó." La tristeza es precisamente la ausencia de esperanza. Añaden también, casi como si fuera una crónica de sucesos, sin creérselo demasiado, que "algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles que decían que él vivía. Pero a él no le vieron". Los dos habían oído el Evangelio de la Resurrección, pero se quedaron en su tristeza. Es cierto: las mujeres no le vieron. Pero también es cierto que ellos, a pesar de tenerlo al lado como compañero de viaje, no lo reconocen. Y Jesús les reprocha su incredulidad: "¡insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!".
Y empieza a explicarles las Escrituras. Se pasa casi todo el día comentando las páginas que se referían al Mesías. La compañía de Jesús transforma su corazón y su vida. Frecuentar el Evangelio es lo que cambia el corazón de los discípulos. Es como una gran liturgia de la palabra hecha por la calle. Es una gran explicación dirigida a gente que cree, que incluso ha escuchado el Evangelio pero está triste porque no lo vive. Hacia el final del viaje, sale del corazón de los dos una invocación simple: "Quédate con nosotros, Señor". Jesús acepta la invitación y entra en la casa. El evangelista habla de una cena, de un pan partido y repartido. Es la santa cena del Señor durante la que, finalmente, se abren sus ojos y lo reconocen. El forastero ha desaparecido, pero el Señor se ha quedado en su corazón, para continuar dándoles calor con su Palabra. El día de Emaús es el día de cada uno de nosotros; es nuestra manera de encontrarnos con el Señor resucitado. Hoy, como cada domingo, también nosotros le decimos "quédate con nosotros, Señor".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.