ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

"Sepa, pues, con certeza todo Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (Hch 2, 14). Estas palabras resuenan con fuerza también hoy en nuestros oídos. Pedro no descarga sus acusaciones sobre alguna persona o algún grupo en particular; no acusa solo a los judíos (a veces estas palabras se han utilizado erróneamente como apoyo a la aversión contra los judíos); el apóstol acusa a todo el mundo, empezando por él mismo, y continuando con los demás, también a los romanos y a aquellos que estaban en Jerusalén, ninguno de los cuales se opuso a la injusticia que se estaba perpetrando contra aquel justo. Todos habían sido corresponsables, unos por miedo, otros por indiferencia, por traición o por distracción. Y todos, en el fondo, por el mismo motivo: "salvarse a uno mismo y salvar la tranquilidad alcanzada". El único que no se salvó a sí mismo fue Jesús, y por eso Dios intervino y lo arrancó de la muerte. La resurrección es totalmente de Dios. Nuestra es, en cambio, la responsabilidad por la muerte de aquel justo; nuestra es también la responsabilidad por la muerte de muchos inocentes todavía en nuestros días. Por eso -tal como nos dicen los hechos de los Apóstoles- los que escuchaban a Pedro, al oír el Evangelio de la resurrección, sienten que tienen el corazón compungido, pues también ellos se percatan de la enorme distancia que hay entre su comportamiento y el comportamiento de Dios. Antes que ellos Pedro ya se había sentido compungido en su corazón cuando había oído el canto del gallo que le recordaba la traición. Asimismo, los dos tristes discípulos de Emaús sintieron "arder su corazón" mientras aquel extraño, que se había unido a ellos por el camino, les explicaba las Escrituras. El Evangelio toca el corazón y lo "calienta", pero no cuando nos sentimos buenos, sensibles y religiosos, sino más bien cuando sentimos nuestra distancia de Dios, el único bueno, cuando sentimos que necesitamos ayuda.
En un mundo en el que cada vez se siente menos la grandeza de Dios y en el que domina cada vez más el sentimiento de buena consideración de uno mismo, escuchar el Evangelio nos hace descubrir nuestro verdadero rostro. Y precisamente tener conciencia de la debilidad y de la maldad que hay en nosotros hace que nos preguntemos: "¿Qué hemos de hacer?". No es una pregunta formal; es una pregunta llena de disponibilidad a cambiar nuestro corazón. No dicen: "¿Qué han de hacer los demás?", sino qué ha de hacer cada uno de ellos. La respuesta está en el Evangelio: seguir a Jesús, el buen pastor. El Evangelio habla de un redil para las ovejas. Algunos entran en él por caminos secundarios: son aquellos que se insinúan como ladrones o salteadores en la noche del miedo y la debilidad para llevarse el corazón de los discípulos, para sembrar dudas en su vida. Puede tratarse de un discurso, de una persona, de una actitud o de cualquier otra cosa que ataca el corazón de los discípulos. En cambio, hay quien entra en el redil por la puerta: es el pastor de las ovejas, el "portero les abre y las ovejas escuchan su voz". En sus primeras apariciones, Jesús encontró las puertas del corazón de los discípulos cerradas por el miedo y la incredulidad. Ahora la puerta se abre, el pastor entra y llama a sus ovejas una por una: es la palabra del Resucitado que llama por su nombre a María mientras esta llora frente al sepulcro; es la palabra que llama a Tomás para que no sea incrédulo sino creyente; es la palabra que pregunta tres veces a Pedro: "¿Simón de Juan, ¿me amas?". Es una voz directa que pide una respuesta igualmente directa. No es una voz extraña. Es la voz del amigo. Esa voz no lleva a otro redil, tal vez más hermoso y cómodo; por el contrario, elimina todo cercado, toda barrera y pone ante nuestros ojos el horizonte ilimitado del amor. Dice Pablo: vosotros sois libres de todo para ser esclavos de una sola cosa, del amor. Jesús nos lleva hacia ese amor. Él va delante de nosotros y nos lleva hacia ese prado verde: "Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia". Aquel que lo siga se salvará, encontrará pastos y "no tendrá hambre... no tendrá nunca sed" (Jn 6, 35).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.