ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

En este tiempo, mientras continuamos viviendo el misterio de la Pascua, la Santa Liturgia nos reúne en oración para que nos preparemos, como los apóstoles, para recibir el don del Espíritu Santo. El pasaje de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado nos habla de Pedro y de Juan, que bajaron a Samaría con aquellos que se habían sumado al Evangelio, para invocar sobre ellos es Espíritu Santo: "Todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo" (Hechos 8, 16-17). Es el primer testimonio de lo que nosotros llamamos "confirmación". Hoy, la Palabra de Dios, como Pedro y Felipe, desciende entre nosotros para preparar nuestro corazón para recibir este admirable don. El domingo que viene celebraremos la Ascensión de Jesús al cielo. A partir de aquel día los discípulos ya no verán con sus ojos a aquel maestro al que habían seguido, escuchado y tocado durante tres años. El Evangelio, continuando la lectura del domingo pasado, nos lleva a la tarde de la última cena, cuando Jesús les dijo que iba a dejarles y vio inmediatamente su tristeza. Sus palabras se revistieron rápidamente de consuelo y esperanza; aquellos hombres, a los que con gran esfuerzo había mantenido juntos, eran suyos, le pertenecían. No quería que se dispersaran; y aún menos que se perdieran. Él estaba a punto de irse. Y no estaba claro que fueran a continuar estando juntos; no estaba nada claro que, aunque permanecieran juntos, fueran a continuar anunciando el Evangelio hasta los confines de la tierra. "No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros", dijo Jesús.
Sin duda en el pensamiento de Jesús dominaba la preocupación por el futuro de aquel pequeño grupo que había reunido. Una preocupación que ya tenía desde el inicio pero que aquella tarde se mostraba en toda su claridad y dramatismo. De ese sentimiento, teñido de tonos dramáticos, nacían las palabras que dijo al inicio de la cena: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros". El deseo de encontrarse con los discípulos se manifiesta en su voluntad de entregarles su testamento, su herencia, que debía perpetuarse en el tiempo. Aquella cena era el momento culminante de esta entrega. Y cada liturgia dominical nos hace revivir también a nosotros aquel momento. Es más, en aquella cena estaban presentes ya todas las santas liturgias que iban a hacerse en toda la tierra y en todos los tiempos. También la que celebramos hoy. No es ninguna casualidad que, dirigiéndose al Padre, Jesús rece no solo por aquel pequeño grupo de discípulos "sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí" (Jn 17, 20).
Existe un aspecto de nuestra espiritualidad y de nuestra pastoral que hay que recuperar claramente: la preocupación por el futuro de las comunidades. Para ser discípulos del Señor no basta dejarse absorber por el trabajo diario en su inmediatez. Ya en el presente debemos cultivar el futuro que deseamos. Eso es lo que enseñó Jesús aquella tarde. Él tiene frente a sus ojos un grupo de pocas y frágiles personas; las mira con cariño y sueña en la humanidad entera reunida alrededor de aquella mesa. Sí, es realmente ingenuo confiar la herencia del Evangelio a aquellas manos. Pero es la ingenuidad de Dios que confía y se fía de los pequeños y los débiles. Jesús dice que no les dejará solos, como huérfanos abandonados. El término tiene fuertes connotaciones veterotestamentarias, según las cuales el huérfano es el prototipo de aquel que está a merced de los poderosos, aquel sobre el que recaen no pocas injusticias. Jesús no dejará a los suyos indefensos. Y anuncia la proximidad de un "paráclito" (literalmente, un "socorredor"), que es el "Espíritu de la verdad". El término "socorredor", aplicado al Espíritu Santo, significa aquel que ayuda en cualquier circunstancia, sobre todo en las más difíciles. Mientras estuvo con los suyos, Jesús mismo los ayudó, los instruyó y los defendió. "Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición" (Jn 17, 12), dice Jesús en su oración al Padre. Desde aquel momento el Espíritu será su socorredor permanente. Él -dice Jesús- se quedará con vosotros para siempre. Es necesario el Espíritu de Jesús, porque en el mundo no se encuentra; es un Espíritu que el mundo no ve ni conoce; es extraño a las lógicas de este mundo, a las ideologías de mentira, a aquellos sistemas perversos que oprimen a los hombres y perpetúan la violencia. Pero el Espíritu de Jesús es extraño también a los numerosos espíritus que poseen nuestros corazones y nuestros pensamientos. Me refiero al espíritu de indiferencia, al espíritu del amor solo para uno mismo, al espíritu de orgullo, de enemistad, de envidia, de mentira, de arrogancia. ¡Y otros muchos! No es necesario recurrir a una vetero-demoniología, que por otra parte nuestra racionalidad elimina fácilmente, para hablar de espíritus, y tampoco es necesario creer con una facilidad desconcertante, si no fuera tan perjudicial, en posesiones diabólicas.
Se trata más bien de reconocer, con mayor realismo, que circulan realmente muchos espíritus malignos. Pero esos espíritus no son extraños. Dichos espíritus se visten de normalidad. Las exageraciones son un recurso de listillo para poder vivir tranquilos. En realidad cada uno de nosotros debería reconocer, con toda tranquilidad, que dichos espíritus malignos le han poseído sin encontrar demasiada dificultad. Son esos espíritus, los que provocan daño, los que multiplican las violencias, las soledades, las hostilidades, las guerras. Todas estas cosas nacen de corazones entristecidos y dominados por el mal. No examinemos los casos excepcionales. Sin duda son preocupantes, pero son solo la punta de una realidad mucho más extensa. Lo que realmente hace infernal nuestra vida son estos espíritus de egoísmo ordinario que subyugan nuestros corazones y guían nuestros comportamientos por el mal camino. Por eso todavía hoy es necesario Pentecostés. Necesitamos que el Espíritu del Señor descienda y haga temblar, en un terremoto espiritual, las paredes rígidas y cerradas de nuestro corazón; es necesario que una nueva llama se pose sobre la cabeza de cada uno de nosotros y nos sacuda nuestra pereza y nuestro miedo. En los albores del tercer milenio se nos pide que revivamos, para nosotros y para el mundo, el milagro de aquel primer Pentecostés que transformó el corazón y la vida de los discípulos.
Pero ¿dónde empieza el milagro de Pentecostés? No es especialmente complicado. El milagro empieza en el amor por Jesús, en el amor por el Evangelio. Este amor es la primera llama que se posa sobre la cabeza de los discípulos y les calienta el corazón. Así pues, el amor por Jesús es el inicio de toda experiencia religiosa cristiana. Jesús, en la última cena, dirigiéndose a los discípulos, les dijo: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos". Es la primera vez en el Evangelio que Jesús pide a los discípulos que le amen. Hasta entonces les había pedido que amaran al Padre, a los pobres, a los pequeños, que se amaran entre ellos. Ahora, poco antes de morir, les pide que le amen a él. Sin duda hay una demanda de cariño; pero el amor por Jesús no termina en él, sino que se vierte abundantemente sobre nosotros. Dice Jesús: "El que me ame será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él". Esta llama de amor que el Espíritu pone en el corazón de cada uno de nosotros es la fuerza interior que nos sostiene en el camino de la vida y que nos hace crecer a imagen del Señor Jesús. Es la energía que regenera el mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.