ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XXIV del tiempo ordinario
Recuerdo de los atentados terroristas de EEUU; Recuerdo de las víctimas del terrorismo y de la violencia, y oración por la paz.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

El Evangelio es un don que el Señor nos hace cada domingo, y nosotros con razón lo acogemos con el canto del aleluya y, tras haberlo escuchado, nos inclinamos para recibir su bendición. Sí, el Evangelio es una bendición para nuestra vida, es una luz nueva que ilumina nuestro camino. Lo necesitamos para librarnos de las costumbres tristes y de las avaras convicciones que a menudo guían nuestros pasos. En el Evangelio que hemos escuchado Pedro le pide a Jesús una medida para perdonar, que una vez superada, permita comportarse como todo el mundo. Se trata, al fin y al cabo, de buscar un límite a la comprensión del otro. Una vez alcanzado este límite, se puede condenar, como hacen todos. En realidad, la pregunta de Pedro parece generosa y con buena intención. El discípulo, de hecho, se plantea un problema que el instintivo ojo por ojo y diente por diente ignoraba. Sabemos todos que a menudo basta una pequeña contrariedad para arremeter contra el otro y considerarlo un enemigo. Las palabras de Pedro encajan con una afirmación de Lámec, descendiente de Caín, que demuestran cómo había crecido el espíritu de venganza: "Caín será vengado siete veces, mas Lámec lo será setenta y siete" (Gn 4, 24). Este espíritu de venganza creciente no se daba solo en el tiempo de nuestros ancestros sino que afecta a todo hombre y a toda mujer, atraviesa todas las generaciones. Pedro, animado por buenos sentimientos, anula la actitud vengativa de Lámec y está dispuesto a soportar más de lo normal y lo debido: hasta siete veces. Pero Jesús contesta a Pedro y a todos nosotros y abole toda medida y todo cálculo. El perdón es como el amor: no tiene límites. E indica a Pedro y a los discípulos que se dispongan a propinar un perdón ilimitado: setenta veces siete. Es decir, siempre.
La parábola que narra Jesús contrapone la lógica del cálculo y de la venganza a la del amor y el perdón sin límites. En el Evangelio se ve claramente la convicción de que solo de ese modo se pone fin al mecanismo que regenera continuamente el pecado, la división y la venganza entre los hombres. La fuerza perversa del mal, de la violencia, del odio, de la guerra, no enreda solo a los violentos, sino que vuelve violentos a todos los que alcanza. Los encierra en una lógica de la que no se sale ni siquiera con una medida abundante de perdón, como las siete veces de Pedro. Jesús, al ver la perplejidad de Pedro y la nuestra ante este Evangelio, habla de un rey que tenía varios siervos con los que debía pasar cuentas. Llega uno con una deuda enorme: diez mil talentos. La cifra es simbólica: en la actualidad serían algunos miles de millones de euros. Dicha cifra indica la confianza ilimitada del rey, que había confiado muchos bienes a sus siervos. Pero pone de manifiesto también el riesgo grave e irresponsable que había asumido aquel administrador, pues sabía perfectamente que era una deuda que nunca podría saldar. Igualmente, es totalmente irreal la petición del siervo de una prórroga para saldar "toda" la deuda. El siervo que describe Jesús no es una excepción, es la norma, pues todos somos disipadores de bienes que no son nuestros.
La mayor parte de lo que tenemos es fruto de gracia y de los talentos que recibimos, no de nuestros méritos o de nuestras capacidades. Todos somos deudores, como aquel siervo, y hemos acumulado ante el señor una deuda enorme. ¿Cómo? Ante todo pensando que somos señores de cuanto se nos ha confiado. También por la atracción adolescente y desconsiderada por el riesgo, que termina por no dar valor a nada. O bien por la embriaguez de la abundancia, que lleva solo a consumir las cosas como una droga, y nos convierte en súbditos del presente y de la lógica de la satisfacción. Y podríamos continuar, pensando en los mezquinos ardides de cada uno, en los mil ajustes que hacemos, en nuestra actitud de aplazarlo siempre todo, de correr siempre detrás de nosotros mismos. Jesús viene a recordarnos que todos somos deudores, que todos hemos acumulado una deuda enorme, que no se puede medir, que es tan grande que solo la gracia, la magnanimidad, la compasión del señor puede saldar. Si esta conciencia se hace personal y profunda, como le pasó a otro "deudor" del Evangelio como era el hijo pródigo que "entró en sí mismo", entonces se puede transmitir a otros la misericordia utilizada, en un contagio contrario al de la violencia y del mal. Pero si, como en el caso del siervo que describió Jesús, quedamos rápidamente presos de la misma mentalidad que permite acumular una deuda enorme, entonces miramos con dureza, con actitudes y exigencias implacables a los demás que nos piden algo. Nosotros, que nos defendemos rápidamente, sabemos que es muy fácil ser exigentes, remirados e inflexibles ante las peticiones de los demás.
La condena de aquel siervo es durísima. De hecho, mientras que a él se le perdonan las deudas, él no tiene piedad por su siervo. No es esta, la justicia que quiere Jesús. Él mismo se comporta con una magnanimidad totalmente distinta con nosotros, disipadores inconscientes de muchos bienes que se nos han confiado. Si pensamos en la desproporción entre lo que se nos ha confiado y la avaricia con la que intentamos ayudar a los demás, comprendemos el sentido que tiene para nosotros la parábola que explica Jesús. La condena de aquel siervo fue durísima, porque durísimo fue su comportamiento. Él mismo se autoexcluye de la misericordia y de la compasión. Nos cuesta entender la gran deuda que tenemos, cegados por la defensa de lo nuestro, presos de la abundancia y de nuestros derechos. Difícilmente encuentra espacio en nosotros el derecho de los demás. En cambio, la vida de los hombres sería mucho mejor si se aplicara la ley de la misericordia ilimitada que pedía Jesús. El Reino de Dios viene así, imitando al Señor que utilizó con nosotros su misericordia con una medida desbordante, sin ponerse límite alguno. Por eso nos hace decir: "Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores", tú, Señor de toda misericordia.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.