ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 12,8-12

«Yo os digo: Por todo el que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios. Pero el que me niegue delante de los hombres, será negado delante de los ángeles de Dios. «A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará. Cuando os lleven a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué os defenderéis, o qué diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio de hoy profundiza el tema de la fidelidad del discípulo en el momento de la dificultad. Jesús empieza diciendo: "por todo el que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios. Pero el que me niegue delante de los hombres, será negado delante de los ángeles de Dios". El juicio sobre nosotros se hace ya realidad cuando estamos o no ligados a Jesús, hasta el punto de decir que nuestra fidelidad nos une a Jesús de manera aún más firme. Quien sigue el Evangelio y persevera en su camino, incluso en los momentos de dificultad se salva porque tiene al Señor a su lado. Pero aquel que se deja sorprender por el miedo y reniega del Evangelio y de los hermanos, se destruye solo. Jesús ya lo había dicho otras veces: "Quien quiere salvar su vida, la pierde". Él, de todos modos, conoce nuestra debilidad y sabe que podemos ceder a las adulaciones de las tentaciones y caer en el pecado. El apóstol Pedro es un ejemplo: en el momento de la pasión de Jesús, primero huyó y luego lo traicionó en casa del Sumo Sacerdote porque tuvo miedo de una simple sierva. A pesar de todo, el Señor lo perdonó, porque se muestra siempre dispuesto a perdonar. En la página evangélica que hemos escuchado llega a decir: "A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre se le perdonará". Pero luego añade: "pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará". También el evangelista Marcos cita estas duras palabras, y añade: "Es que decían: ‘Está poseído por un espíritu inmundo’" (3, 30). El pecado contra el Espíritu es no reconocer en Jesús la presencia misma de Dios y también no reconocer en la Iglesia, en la comunidad cristiana, la acción del Espíritu Santo. Si no reconocemos la presencia de Dios en Jesús y también en la Iglesia blasfemamos contra Dios y nos excluimos del camino de la salvación porque negamos de hecho la presencia y la acción del Espíritu Santo que el Padre y el Hijo han vertido sobre la Iglesia. Las palabras de Jesús son duras para quien traiciona pero son un consuelo para aquellos que perseveran. El Señor, en efecto, que comprende nuestra debilidad, viene siempre a nuestro encuentro, especialmente en los momentos difíciles: "no os preocupéis", nos dice, "el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir". La compañía del Señor es nuestra fuerza.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.