ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 21,5-11

Como dijeran algunos, acerca del Templo, que estaba adornado de bellas piedras y ofrendas votivas, él dijo: «Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida.» Le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?» El dijo: «Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: "Yo soy" y "el tiempo está cerca". No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os aterréis; porque es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato.» Entonces les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares, habrá cosas espantosas, y grandes señales del cielo.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Estamos en la última semana del año litúrgico. Y la Santa Liturgia con este pasaje nos hace empezar el texto del discurso de Jesús sobre el fin de los tiempos (el denominado discurso escatológico). En realidad, Lucas, junto a Mateo y Marcos, nos quieren comunicar algo de lo que se dieron cuenta estando en estrecho contacto con Jesús, a saber, que los "últimos días" ya han empezado con la llegada misma del profeta de Nazaret. En ese sentido no tenemos que dejar para más adelante el momento de la conversión al Evangelio hasta el fin de los tiempos, o esperando el momento oportuno, que nunca llega. El momento de creer en el Evangelio ya ha llegado, y es este. No tenemos que perderlo por nuestros titubeos o nuestros retrasos. Jesús dice claramente que la garantía del futuro y de la salvación no radica en la magnífica construcción del templo, no radica en nuestras construcciones humanas, aunque sean religiosas, sino únicamente en la plena confianza en Él, en la fe. Y la fe no es simplemente la adhesión a ciertas verdades abstractas. La fe es enamorarse de Jesús y dejarse atrapar por su amor, dejar que su proyecto de amor nos envuelva. Esta fe llena de amor es la verdadera piedra firme sobre la que edificar el presente y el futuro de nuestra vida. Así pues, tenemos que estar atentos a los falsos profetas, a los que están fuera de nosotros (como las modas y las costumbres de este mundo) y también a los que se esconden en el corazón de cada uno de nosotros (como las costumbres, el orgullo, el amor por uno mismo). El único maestro de nuestra vida es el Señor Jesús y nuestra única profecía es el Evangelio. Y es justo la fuerza del Evangelio, lo que nos permite no resignarnos al mal. ¡Cuántas veces oímos decir que el mundo ha ido siempre así y no se puede hacer nada! Es cierto, efectivamente, que todavía hoy hay pueblos que luchan entre sí, o tragedias que continúan llevándose vidas por delante, u otros hechos terrificantes (pensemos en el terrorismo). Pero el Señor, frente a un mundo que no sabe darse la paz, nos pide que seamos con él trabajadores de paz y testigos de la esperanza. La fe es decidir caminar con Jesús para que la paz reine en los corazones de los hombres.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.