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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 29 de enero

Homilía

Después de abandonar el desierto de Judá y volver a Galilea, Jesús no se queda en Nazaret, y elige como morada Cafarnaún, una ciudad en medio de una importante arteria que unía dos grandes centros urbanos, Tolemaide y Damasco. Marcos escribe que tras entrar en la ciudad fue inmediatamente a la sinagoga a predicar. Podríamos decir que se pone manos a la obra inmediatamente, sin dudarlo, y con la clara intención de enseñar a la ciudad la sabiduría de Dios. Además, había venido para eso. El Evangelio es levadura de una nueva vida para todos, no está reservado sólo para algunos ni debe quedarse al margen de la vida. Las ciudades de los hombres lo necesitan. Marcos, a diferencia de Mateo y Lucas, no relata las bienaventuranzas, prefiere subrayar la autoridad con la que enseñaba Jesús y escribe: "Quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas". Cafarnaún estaba llena de escribas, de doctores, de teólogos, pero nadie hablaba con la autoridad con la que hablaba Jesús, es decir, con palabras que sonaban decisivas para la vida de las personas y que pedían decisiones comprometedoras. No se podía permanecer indiferente ante sus enseñanzas: los que escuchaban se veían como forzados a decidir. Los numerosos escribas, a los que no les faltaban palabras, dejaban a la gente a merced de sí mismos o de las modas del momento.
Bien mirado, también nosotros vivimos hoy una situación análoga. Nuestras ciudades están como sumergidas en una profunda crisis de valores y de comportamientos. A menudo, dentro de la misma persona conviven convicciones diferentes, retazos de culturas a veces contradictorias. Se podría decir que una de las características de nuestra sociedad contemporánea y de nuestras ciudades es la de tener muchas y quizá ninguna cultura, hasta poder afirmar la hipótesis de un modelo de ciudad politeísta más que secular. Cada uno parece tener su propio dios, su templo, su escriba y su predicador. El problema de la ciudad politeísta consiste precisamente en la ausencia de un "maestro", es decir, precisamente de alguien que enseñe con autoridad.
En un contexto así es fácil caer en manos de muchos "espíritus inmundos". Éstos someten el corazón y no soportan ser molestados en su dominio. En el episodio narrado por Marcos, los espíritus que poseen al hombre que está en la sinagoga gritan a Jesús: "¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazareth?" Es la oposición radical a quien quiere perturbar su poder incondicional en el corazón del hombre. No se oponen en abstracto a la obra de Jesús, sino que critican que intervenga en su vida personal. En definitiva, es la oposición radical a la autoridad del Evangelio en la vida. Y esto sucede cada vez que impedimos que el Evangelio cambie el corazón o hable con autoridad sobre los comportamientos. Jesús ha venido a liberar a los hombres de toda esclavitud. Por esto, gritando con fuerza, dice: "¡Cállate!, sal de él". Y el espíritu inmundo se aleja. Ante los innumerables espíritus malvados que someten a los hombres y a las mujeres de hoy se necesita que resuene todavía el grito de Jesús contra ellos. Todo discípulo está llamado a recoger este desafío: es decir, a volver a proponer la autoridad del Evangelio sobre su vida y sobre la de los demás. Podríamos decir que es el tiempo de gritar el Evangelio desde los tejados para que se alejen los espíritus que someten y para que crezca una nueva cultura: la de la misericordia. Todo esto podrá suceder sólo si cada creyente y la entera comunidad eclesial encuentran la valentía de volver a proponer el Evangelio "sine glossa", como decía Francisco de Asís. Sólo esta autoridad es la que "manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen" (Mc 1, 27).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.