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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de san Pedro Damián (1007-1072). Fiel a su vocación monástica, amó a toda la Iglesia y dedicó su vida a reformarla. Recuerdo de los monjes en todas las partes del mundo. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 21 de febrero

Recuerdo de san Pedro Damián (1007-1072). Fiel a su vocación monástica, amó a toda la Iglesia y dedicó su vida a reformarla. Recuerdo de los monjes en todas las partes del mundo.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Proverbios 23,15-35

Hijo mío, si tu corazón es sabio,
se alegrará también mi corazón, y exultarán mis riñones
al decir tus labios cosas rectas. No envidie tu corazón a los pecadores,
más bien en el temor de Yahveh permanezca todo el día,
porque hay un mañana,
y tu esperanza no será aniquilada. Escucha, hijo, y serás sabio,
y endereza tu corazón por el camino... No seas de los que se emborrachan de vino,
ni de los que se ahítan de carne, porque borracho y glotón se empobrecen
y el sopor se viste de harapos. Escucha a tu padre, que él te engendró,
y no desprecies a tu madre por ser vieja. Adquiere la verdad y no la vendas:
la sabiduría, la instrucción, la inteligencia. El padre del justo rebosa de gozo,
quien engendra un sabio por él se regocija. Se alegrarán tu padre y tu madre,
y gozará la que te ha engendrado. Dame, hijo mío, tu corazón,
y que tus ojos hallen deleite en mis caminos. Fosa profunda es la prostituta,
pozo angosto la mujer extraña. También ella como ladrón pone emboscadas,
y multiplica entre los hombres los traidores. ¿Para quién las "Desgracias"? ¿para quién los "Ayes"?
¿para quién los litigios? ¿para quién los lloros?
¿para quién los golpes sin motivo?
¿para quién los ojos turbios? Para los que se eternizan con el vino,
los que van en busca de vinos mezclados. No mires el vino: ¡Qué buen color tiene!
¡cómo brinca en la copa!
¡qué bien entra! Pero, a la postre, como serpiente muerde,
como víbora pica. Tus ojos verán cosas extrañas,
y tu corazón hablará sin ton ni son. Estarás como acostado en el corazón del mar,
o acostado en la punta de un mástil. Me han golpeado, pero no estoy enfermo;
me han tundido a palos, pero no lo he sentido,
¿Cuándo me despertaré...?, me lo seguiré
preguntando.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La sabiduría del hijo produce la alegría del padre pero también la de quien tiene la tarea de educar a una vida sabia, tarea que el libro de los Proverbios se atribuye desde el inicio, cuando el hijo es como el discípulo que escucha la enseñanza del maestro, se deja corregir y guiar. En efecto, la sabiduría viene de la escucha: "Escucha, hijo mío, hazte sabio y sigue el camino recto". La invitación repetida del libro chocaba entonces y choca también hoy con el instinto de escucharnos sólo a nosotros mismos, de vivir siguiendo nuestras inclinaciones y razones. Nuestro mundo parece rechazar instintivamente la necesidad de tener padres y madres que eduquen para una vida buena y humana. Estamos en el extremo opuesto a la sabiduría, que se adquiere en el fatigoso itinerario de la escucha: "Escucha a tu padre, que él te engendró, y no desprecies a tu madre por ser vieja". Aquí padre y madre tienen una doble función: son los que nos han engendrado, pero a la vez se convierten en el símbolo de quien desempeña una función de educación en nuestro crecimiento para adquirir la sabiduría. Pensemos en los muchos que deberían tener esta tarea en la vida de cada día, desde los padres y los abuelos a los maestros y profesores de las escuelas, desde los catequistas a los sacerdotes, desde los padres espirituales a los maestros de vida espiritual. La tentación de seguir una falsa idea de libertad y de autosuficiencia no lleva a un crecimiento humano y espiritual. El fastidio por la corrección y por aceptar una paternidad en nuestra vida son el signo de una sociedad que crea cotidianamente huérfanos, hombres y mujeres desorientados, incapaces de construirse humanamente, prisioneros en la prepotencia del yo, poco dispuestos a asumir la tarea de educar a los demás para una vida sabia. En el instinto protagonista y en la autosuficiencia se acaba por despreciar al débil, como aquella vieja madre hacia la que ya no se siente ninguna deuda y de la que ya no se piensa recibir nada más. Sin embargo, precisamente en el amor por los ancianos se adquiere mucha sabiduría y humanidad. Estamos llamados a adquirir "verdad, sabiduría, educación e inteligencia". Éstos son dones de Dios pero también fruto de la fatiga del hombre, que las persigue como virtudes necesarias para la propia vida y para la sociedad. Sólo ellas dan la verdadera alegría. Quien vive de ellas no necesitará dejarse llevar por la desenfrenada búsqueda de satisfacciones y placeres. Se comprende el motivo por el que el pasaje acaba con una referencia a la prostituta y a la embriaguez. Sin la alegría profunda que procura una vida sabia se buscará satisfacción en placeres que pasan y que nos hacen dependientes y esclavos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.