ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 4 de marzo

Homilía

Es el segundo domingo de este camino de cuaresma, iniciado con la invitación personal y a la vez dirigida a toda la asamblea: "Volved a mí de todo corazón". El cristiano debe tomarse en serio la cuaresma. Es el Señor quien llama a una ruptura profunda con nuestros pensamientos y nuestro estilo de vida. El retorno comienza entrando en uno mismo, verdadera humildad para gente deformada por la euforia de la abundancia y el orgullo del yo. Es tiempo de presentarse en la casa del padre como siervos, en definitiva como trabajadores, y con un corazón en paz, no como hijos presuntuosos y agitados, firmemente seguros de un amor que se piensa merecido, que se reduce a mera propiedad, algo de lo que se puede disponer. Es necesario volver para ser perdonado, viejos y marcados por el pecado como estamos, buscando la alegría de ser abrazados por el padre, cuyos pensamientos no son los nuestros. Es necesario volver porque sólo un corazón libre del mal se disocia de la guerra, transmite paz y la sabe pedir para un mundo que se ha acostumbrado demasiado a la violencia, que se engaña pensando poder vivir con el odio, que no sabe buscar la justicia y la paz. Es oportuno volver para ser revestidos de la dignidad perdida tras el consumismo práctico, que no se enfrenta abiertamente a Dios pero al que dejamos un espacio muy grande. Es fácil identificarse con el hermano mayor: seguros de nosotros mismos, sintiéndonos respetables, afirmando -aun a costa de humillar al padre- nuestro sentir y nuestra justicia, creyendo no haber dejado nunca de hacer lo que se nos pedía.
También el hermano mayor debe volver, y podría hacerlo comenzando simplemente por abandonarse a la alegría del perdón, acogiendo al hermano, liberándose de sus juicios y de su memoria triste. En realidad está lejos de los sentimientos del padre: vive en su casa pero de forma individualista, atento sólo a lo suyo. No vuelve porque cree más en su justicia que en el amor. Su infidelidad se revela justamente frente la misericordia. Él habla contraponiéndose, sólo sabe usar el yo: lo que "yo he hecho", lo que "yo he probado", lo que "yo pienso". En cambio el padre no deja de defender, apesadumbrado, el nosotros de una familiaridad que es salvación para aquella casa, incluso para los hijos a los que sigue amando. El hermano mayor no es feliz porque no existe la felicidad sin amor. No se puede ser felices solos, sin los demás; no se puede ser feliz contra los demás. "Volved a mí de todo corazón". Jesús sube al monte. En realidad es él mismo el sacrificio: él elige no salvarse a sí mismo, no escabullirse. Es un hombre marcado por el sufrimiento, consciente de que habría de subir otro monte, el del Gólgota. No hay alegría evitando el mal, huyendo del sufrimiento.
La cuaresma es subir al monte, es ascesis. No se llega inmediatamente: se necesita paciencia, fe, corazón, para hombres poco interiores, inconstantes y volubles como nosotros, tan condicionados por el presente. Es una ascesis para poner límites a la esclavitud del amor por uno mismo, para ensanchar el corazón, que se encoge cuando no lo cuidamos o nos quedamos estancados; una ascesis para encontrar la felicidad. Es necesario subir para poder contemplar las cosas del cielo, y por tanto el sentido y el futuro de nuestras pobres personas. Sobre el monte la presencia ordinaria del Señor, que con frecuencia hemos tratado con suficiencia, reducido a una compañía habitual, revela plenamente la luz que lleva dentro. Sin subir al monte de la escucha, de la oración de la tarde, de la santa liturgia en el día del Señor; sin subir yendo al fondo de uno mismo siguiéndole a él, la vida se reduce a lo que veo, a lo que necesito, a lo que toco, a lo que poseo, a lo que me conviene. Se reduce a mí. Jesús toma consigo a Pedro, Santiago y Juan. Les enseña a vivir en la concordia para que sean libres del sueño del individualismo y de la tristeza. Jesús querrá tener de nuevo junto a sí a estos mismos tres discípulos para poder subir con ellos al otro monte, cuando será despojado de toda felicidad. Si no se pone al Señor en el centro se termina por discutir sobre quién es el más grande, o simplemente quedándose dormido.
Pedro no sabe muy bien qué decir. Se deja llevar y exclama: "Bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas". Piensa que la felicidad sea una situación a prolongar lo más posible, como un bien a conservar. No, la felicidad se vive y se interioriza. Las tiendas hay que construirlas en el mundo, en el corazón endurecido de los hombres, en la vida cotidiana. Es necesario construir tiendas donde resuene la palabra de bienaventuranza del Hijo amado, que todos podemos escuchar y vivir. Es hermoso para nosotros gozar de esta luz; es hermoso que los hermanos estén juntos. Es hermoso porque ninguno puede adueñarse de ella, porque la felicidad es contagiosa, y crece comunicándose. Esta santa liturgia es suya; es hermosa porque refleja, en nuestra pobre debilidad, la fuerza luminosa del amor de Dios, fuerza que será plena en el cielo. Es la misma luz, luz del cielo, que contemplamos en la alegría de los pobres amados, de los ancianos consolados, de los enfermos que recobran la esperanza, de quien se vuelve luminoso por la compañía de un extraño hecho prójimo. Es la misma luz de aquel monte, anticipo de la luz de la mañana de Pascua. A los tres discípulos les llega una voz: "Éste es mi Hijo amado, escuchadle". Sí, la luz del amor no es una magia sino un hombre, el de siempre, que continúa caminando con nosotros. Sólo quedó él, ya no vieron más a los otros. Es el mismo Señor que permanece en la vida ordinaria, y sigue comunicando esa energía de plenitud, de luz, de paz, que transfigura la vida del mundo. Es la luz que nos es confiada para alegría de los que están en las tinieblas y en la sombra de la muerte, para liberar el mundo de la oscuridad, para iluminar la noche del dolor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.