ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 6 de marzo


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Primera Timoteo 1,8-11

Sí, ya sabemos que la Ley es buena, con tal que se la tome como ley, teniendo bien presente que la ley no ha sido instituida para el justo, sino para los prevaricadores y rebeldes, para los impíos y pecadores, para los irreligiosos y profanadores, para los parricidas y matricidas, para los asesinos, adúlteros, homosexuales, traficantes de seres humanos, mentirosos, perjuros y para todo lo que se opone a la sana doctrina, según el Evangelio de la gloria de Dios bienaventurado, que se me ha confiado.

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Pablo declara que la ley es buena porque se ha dado con el fin de preparar el camino al Evangelio. Escribe a los Gálatas que ella es "nuestro pedagogo hasta Cristo" (Ga 3, 24), pero añade que con la venida de Jesús llega "el fin de la ley" (Rm 10, 4). Cierto, la ley es útil a los discípulos, pero tan sólo entendida como un apoyo para permanecer fieles al Evangelio. El discípulo de Jesús, de hecho, sustraído al pecado, es acogido en la comunidad donde vive en el ágape, es decir, en la plenitud del amor. En este amor encontramos la salvación. Es la "sana doctrina" a la que se refiere Pablo; "sana" quiere decir que el ágape devuelve la salud, cura, justifica al hombre. El amor, a diferencia de la ley, es mucho más radical derrotando el mal y el pecado porque implica el cambio del corazón, y no simplemente la observancia de algunas normas, por justas que sean. El apóstol, sabiendo que la ley es para los pecadores, ofrece en cualquier caso un listado de los vicios comunes en el ambiente helenístico de la época: prevaricadores y rebeldes, impíos y pecadores, irreligiosos y profanadores, parricidas y matricidas, asesinos, adúlteros, homosexuales, traficantes de esclavos, mentirosos, perjuros... La ley fue promulgada para frenar los instintos que habitan "de forma natural" en el corazón de los hombres heridos por el pecado. Cada uno de nosotros sabe que es un esclavo de sus propios instintos, por eso es bueno no despreciar la ley; incluso es cuando menos oportuno practicar una severa disciplina para alejar las asperezas instintivas, los abusos fáciles, para no caer en el hábito de pensamientos malvados y violentos, etc. El Evangelio del amor -que está muy lejos de ser una nueva ley- requiere una disciplina del corazón para que no sofoquemos con nuestras reticencias el amor que el Señor ha derramado en nuestros corazones. Lo que salva es el amor del Señor, siempre que lo dejemos operar en nosotros. El Evangelio que le ha sido confiado a Pablo es precisamente anunciar la liberación de la ley mediante la acogida del Evangelio del amor. Por tanto, que quien se crea justo e inmune al mal esté atento, porque se arriesga a no saber acoger la libertad del amor, la única que puede anular nuestra complicidad con el mal. Quien en cambio reconoce su propio pecado y siente la necesidad de ser salvado, acogerá la caridad, que es "el Evangelio de la gloria de Dios bienaventurado, que se me ha confiado". El amor nos introduce en el "bienaventurado" Dios, en la dicha de Dios que es la plenitud del amor y la felicidad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.