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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

IV de Cuaresma
Recuerdo de san Cirilo, obispo de Jerusalén. Oración por Jerusalén y por la paz en Tierra Santa
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 18 de marzo

Homilía

Nos encontramos en la plenitud de nuestro camino de cuaresma. Ante la tragedia de la guerra comprendemos quizá más profundamente el sentido de este periodo de cambio, de ayuno, de elección. La cuaresma es una propuesta simple, directa, personal: mira cómo eres en realidad, no te escabullas con las infinitas justificaciones que te hacen sentir siempre justificado, trata de elegir de qué parte estar, conviértete en un hombre de paz. Sentimos horror por el sufrimiento causado por la guerra. Que las imágenes de muerte llenen de conmoción nuestro corazón. Debemos pensar también en el sufrimiento que no vemos: en los hombres reducidos a cosas, los cuerpos privados de cualquier dignidad, en el llanto incontenible de quien ha visto la muerte abatirse junto a sí, en la angustia, el hambre, la sed. Es la destrucción del templo de Dios que es cada hombre, ese hombre del que la guerra borra hasta el nombre, reduce a un número, a la nada. Ese hombre de allí, con el rostro desfigurado, igual al de tantos otros, no ha sido olvidado por Dios.
Todos somos deportados a Babilonia (la actual Bagdad): la guerra -cualquier guerra, incluso las olvidadas- nos afecta a todos, es un tirano que nos hace esclavos de la violencia y el miedo. Se hace realidad justamente lo que hemos escuchado en el segundo Libro de las Crónicas: las infidelidades de todos -sacerdotes y pueblo-, la reiterada burla de los mensajeros de Dios, el desprecio y el escarnio de los profetas, crean una situación que parece no tener ya remedio. ¿No ha sido quizá desoída de este modo la petición de aquellos que han insistido para que los problemas se resolvieran con el diálogo, que no han dejado de curar las muchas heridas abiertas por los conflictos que contaminan el mundo y los corazones con el odio, la violencia y las armas? ¿No hemos perseguido durante demasiado tiempo tan sólo nuestros intereses? ¿No hemos confiado perezosamente en que los problemas se resolvieran solos? ¿Hemos querido pagar el precio de la paz, o nos hemos contentado con que la violencia no nos afectara directamente? ¿No hemos vivido espiritualmente lejanos en un mundo que se ha vuelto pequeño, donde vivimos unos al lado de los otros pero no sabemos estar juntos? ¿No hemos estropeado tantas ocasiones de paz? ¿No hemos aceptado la injusticia, que tanto contribuye a aumentar el fanatismo ciego de la violencia? ¿No hemos elegido nosotros mismos la vía de defendernos con las armas de la arrogancia, el orgullo, la supremacía? De las profundidades del abismo que es la guerra elevamos nuestra súplica a Dios, cuyo nombre en todas las religiones es paz, y nos atrevemos a pedirle con fe que termine pronto el ruido de las armas, y que la vida de los hombres sea salvada.
El Evangelio nos ofrece la respuesta a la angustia y el miedo: "Y como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre". Jesús recuerda lo que le sucedió a Moisés, que salvó la vida de los israelitas mordidos por las serpientes venenosas mediante una serpiente puesta sobre un asta. Es el misterio del amor de Dios, que se deja levantar sobre la cruz para que nadie se hunda más en el mal. En las dificultades, en los peligros, en la oscuridad profunda podemos mirar al crucificado: en la debilidad de ese pobre hombre clavado al madero veremos el amor de Dios, que se deja crucificar para decirte que también tu dolor es el suyo, que está allí contigo, que puedes tener esperanza porque el cielo no está lejos, que con el amor se vence el mal.
El segundo Libro de las Crónicas, que leemos en este cuarto domingo de cuaresma como primera lectura, vincula la caída de Jerusalén y el subsiguiente período de esclavitud en Babilonia con la infidelidad creciente del pueblo al Señor: "Del mismo modo, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades... se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio" (2 Cro 36,14-16). Los enemigos incendiaron el templo, derribaron las murallas de Jerusalén, y a los que escaparon de la muerte fueron deportados. Con el típico lenguaje veterotestamentario se quiere subrayar la estrecha relación entre la caída de la tensión moral de todo el pueblo (no sólo de alguno acusado públicamente y condenado como víctima expiatoria), con la consiguiente degeneración y fin de la misma convivencia civil. Todos necesitamos un tiempo -quizá en medio del desierto- para comprender nuevamente el sentido profundo de la vida, del propio proceder y obrar. Ese sentido, que justifica la exhortación a alegrarse, nos lo dona gratuitamente Dios: el sentido de nuestra vida es el Señor Jesús, que muere y resucita por nosotros. Este hombre "levantado" es fuente de vida porque lleva consigo una generosidad gratuita y sin límites, la de Dios: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna", continúa el evangelista Juan.
¿Pero existe un juicio? Sí, el del amor, el más severo y amargo. "La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz". Éste es el juicio. "Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron"; "Tuve hambre y no me disteis de comer". El juicio de Dios es fruto de nuestras decisiones, de un corazón que no sabe amar. ¿Por qué los hombres prefieren las tinieblas? Parece absurdo, y sin embargo cuántas veces elegimos no amar creyéndonos más listos, no queriendo perder nunca nada, porque tenemos miedo del amor. Cambiemos, mirándole a él, a su sufrimiento, a la cruz de los hombres; tratemos de permanecer junto a él, de quererle, de tener sus mismos sentimientos, para resucitar con él y vencer el mal de este mundo.
Oración en el Día del Señor

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.