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Oración de la Pascua
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Oración de la Pascua

Recuerdo de San Estanislao, obispo de Cracovia y mártir (+1071). Defendió a los pobres, defendió la dignidad del hombre y la libertad de la Iglesia y del Evangelio. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración de la Pascua
Miércoles 11 de abril

Recuerdo de San Estanislao, obispo de Cracovia y mártir (+1071). Defendió a los pobres, defendió la dignidad del hombre y la libertad de la Iglesia y del Evangelio.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Segunda Timoteo 2,1-13

Tú, pues, hijo mío, manténte fuerte en la gracia de Cristo Jesús; y cuanto me has oído en presencia de muchos testigos confíalo a hombres fieles, que sean capaces, a su vez, de instruir a otros. Soporta las fatigas conmigo, como un buen soldado de Cristo Jesús. Nadie que se dedica a la milicia se enreda en los negocios de la vida, si quiere complacer al que le ha alistado. Y lo mismo el atleta; no recibe la corona si no ha competido según el reglamento. Y el labrador que trabaja es el primero que tiene derecho a percibir los frutos. Entiende lo que quiero decirte, pues el Señor te dará la inteligencia de todo. Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, descendiente de David, según mi Evangelio; por él estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor; pero la Palabra de Dios no está encadenada. Por esto todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna. Es cierta esta afirmación: Si hemos muerto con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él;
si le negamos, también él nos negará; si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo exhorta a Timoteo a ser fuerte, a no desanimarse, a no abandonarse a la pusilanimidad a la que tenía inclinación (cf. 1, 6-8.13 ss.). La fuente de su fuerza es "la gracia de Cristo Jesús": es a partir del encuentro con Jesús de donde debe extraer continuamente inspiración y fuerza para su ministerio. El apóstol le pide que transmita el Evangelio que ha "oído en presencia de muchos testigos", confiándolo a su vez a "hombres fieles" para que lo transmitan a otros. Es el sentido de la tradición de la Iglesia, que dona el mismo Evangelio de una generación a la siguiente. Una cadena ininterrumpida une la fe de hoy a la predicación de los apóstoles, y por tanto a Jesús mismo. No se trata de la transmisión de verdades abstractas, sino de la propia vida con Jesús, que se convierte en testimonio de amor en la historia. Por ello Pablo recuerda a Timoteo, como ya lo había hecho en su primera carta, que sea "buen soldado de Cristo Jesús" como lo ha sido él mismo, su maestro y modelo. Debe también saber que la predicación del Evangelio conlleva desprecios e incomodidades: la disposición a aceptar todo padecimiento es parte integrante del testimonio del discípulo. Por ello debe comportarse como un soldado que se dedica totalmente al servicio del Evangelio, sin hacer otras cosas que puedan distraerlo; o como un atleta que respeta las reglas de la competición, sin embarcarse en recorridos personales alejados de la tradición de la comunidad; o ser como un campesino que no se arredra ante las fatigas y los sacrificios, dedicando su vida para poder finalmente recoger los frutos de su trabajo. El discípulo debe sobre todo acoger en el corazón el misterio de Jesucristo, resucitado de entre los muertos: la resurrección de Jesús es el misterio central de la fe cristiana, y por tanto debe ser también central en la vida del discípulo. Éste es el Evangelio que Pablo ha predicado, y por el que ahora sufre encadenado en la cárcel "como un malhechor". "Pero -añade- la palabra de Dios no está encadenada"; es más fuerte que las cadenas y que la misma muerte: ninguna potencia humana la puede detener (4, 17). Es más, la prueba refuerza la predicación y el testimonio. Ya en su primer cautiverio Pablo escribía: "Y la mayor parte de los hermanos, alentados en el Señor por mis cadenas, tienen mayor intrepidez en anunciar sin temor la palabra" (Flp 1, 14). Pablo sabe que "su sufrimiento" forma parte de la vocación apostólica, y es así para los discípulos de todo tiempo: es el camino que Jesús y sus discípulos están llamados a seguir. El martirio, es decir, dar la propia vida por Jesús, es parte integrante del Evangelio. Por eso Pablo puede cantar: "Si hemos muerto con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él". Quien da la vida por Cristo se convierte en coheredero con él de la gloria. En cambio es trágico el destino de quien se separa de Cristo. Jesús mismo lo dice: "Quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos" (Mt 10, 33). En todo caso, añade el apóstol, está bien saber que Jesús "permanece fiel", no traiciona jamás. Es una advertencia paterna que el apóstol quiere dar a los creyentes, para que sepan que Jesús, en cualquier caso, nos espera como el padre de la parábola esperaba el regreso del hijo pródigo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.