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Liturgia del domingo
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V de Pascua
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 6 de mayo

Homilía

Es el quinto domingo "de" Pascua, la quinta vez que vuelve el mismo y único día de la resurrección. Y será así todos los domingos. Los domingos vuelven fielmente, como si fueran signo de la fidelidad de Dios. Vuelven aunque muchas veces nosotros estamos ausentes. Vuelven para que todos podamos permanecer en la Pascua y encontrarnos con Jesús resucitado. Por eso los antiguos cristianos repetían: "No podemos vivir sin el domingo", es decir, "no podemos vivir sin encontrarnos con Jesús resucitado". Podríamos aplicar también al domingo la parábola de hoy de la vid y los sarmientos, identificando la vid con el domingo y los sarmientos con los demás días de la semana. Los días feriales no dan fruto si no son vivificados por el espíritu que recibimos en la santa liturgia del domingo. Permanecer en el domingo, es decir, conservar en el corazón lo que vemos, escuchamos y vivimos en la santa liturgia, significa hacer que los días siguientes den más fruto.
La Palabra de Dios subraya la necesidad de "permanecer" en Jesús, un tema sobre el que el apóstol Juan insistía especialmente. En su primera epístola Juan escribe: "Quien guarda sus mandamientos mora en Dios y Dios en él". Y el corazón de la parábola de la vid y los sarmientos son precisamente los términos "permanecer" y "morar". La imagen de la viña, en su simbolismo religioso, era bien conocida por los discípulos. Uno de los adornos más vistosos del templo que Herodes erigió en Jerusalén y que Jesús frecuentaba era precisamente una vid de oro con racimos altos como una persona. Pero sobre todo en las Escrituras el tema de la viña era uno de los más destacados para expresar la relación entre Dios y su pueblo: "¡Oh Dios Sebaot, vuélvete, desde los cielos mira y ve, visita a esta viña, cuídala, la cepa que plantó tu diestra!" (Sal 80). E Isaías, en su admirable "Canto de la viña", describe la decepción de Dios con Israel, su viña, a la que había cuidado, que había plantado, cavado, despedregado y defendido, pero que no le había dado más que frutos amargos. Jeremías reprocha al pueblo de Israel: "Yo te había plantado de cepa selecta, toda entera de simiente legítima. Pues ¿cómo te has mudado en sarmiento de vid bastarda?" (2,21).
En las palabras de Jesús hay un cambio peculiar. La vid ya no es Israel sino él mismo: "Yo soy la vid verdadera". Nadie lo había dicho antes. Para comprender totalmente estas palabras hay que situarlas en el contexto de la última cena, cuando Jesús las pronunció. Aquella tarde el discurso a los discípulos fue largo, complejo y con tonos de gravedad propios de los últimos momentos de la vida: un auténtico testamento. En el primer discurso Jesús deja claro quién es el verdadero guía del pueblo de Dios. Y les dice: "Yo soy el buen pastor". Inmediatamente después, empezando un segundo discurso, afirma: "Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador". Jesús se identifica con la vid, especificando que es la "verdadera" vid; obviamente para distinguirse de la "falsa".
Pero no es una vid aislada. Jesús añade: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos". Los discípulos están unidos al Maestro y forman parte integrante de la vid: no hay vid sin sarmientos, y viceversa. Podríamos decir que el vínculo de los discípulos con Jesús es justo como el de la vid con los sarmientos: esencial y fuerte. Es un vínculo que va mucho más allá de nuestros altibajos psicológicos, nuestra buena o mala situación. El antiguo signo bíblico de la vid reaparece aquí con toda su fuerza. Con Jesús nace una viña más grande y más extensa que la anterior, y sobre todo con una nueva savia, el ágape, el mismo amor de Dios. Ese amor tiene una fuerza tan grande que permite dar fruto en abundancia. Dice Jesús: "La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto". Son hermosas las palabras de comentario a esta página evangélica de Papías, uno de los Padres Apostólicos: "Llegarán días en los que nacerán viñas con diez mil vides cada una. Cada vid tendrá diez mil sarmientos y cada sarmiento tendrá diez mil pámpanas y cada pámpana diez mil racimos. Cada racimo tendrá diez mil granos de uva, y cada grano exprimido dará una abundante cantidad de vino".
El Evangelio sigue: "Todo sarmiento [...] que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto". Sí, precisamente para aquellos que "dan fruto", llega el momento en el que son limpiados, en el que son podados. Son aquellos cortes que, de vez en cuando, como pasa en la vida natural, hay que hacer para que podamos continuar "sin mancha" (Ef 5,27). El texto evangélico no quiere decir que Dios envía dolores y sufrimientos a sus mejores hijos para ponerles a prueba o para purificarles. No, no hay que entender la poda en ese sentido. El Señor no necesita intervenir con el sufrimiento para mejorar a sus hijos. La verdad es mucho más llana. La vida espiritual siempre es un itinerario o, si queremos, un crecimiento. Pero nunca es algo que se hace por sí solo ni de un modo natural, y no es un progreso unívoco. Cada uno de nosotros ha experimentado en su interior el crecimiento de frutos buenos junto a sentimientos malos, costumbres egoístas, actitudes frías y violentas, pensamientos malvados, impulsos de envidia y orgullo... Ahí es donde tiene que actuar la poda, y no una sola vez, porque siempre se repiten esos sentimientos, aunque de maneras y con manifestaciones distintas. No hay ninguna edad en la vida que no exija cambios y correcciones, es decir, podas.
Estos cortes, que a veces son muy dolorosos, purifican nuestra vida y hacen que la savia del amor del Señor fluya con mayor frescura. En cuatro versículos, Jesús repite seis veces: "Permaneced en mí", "permaneced en la vid". Esa es la condición para dar fruto, para no secarse y ser cortado y lanzado al fuego. Quizás aquella noche los discípulos no lo comprendieron. Tal vez se preguntaron: "Pero ¿qué quiere decir eso de permanecer en él si está a punto de irse?". En realidad, Jesús indicaba un camino sencillo para permanecer con él: permanecemos en él si "sus palabras permanecen en nosotros". Ese es el camino que tomó María, su madre, que "guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón". Es el camino que eligió María, la hermana de Lázaro, que permanecía a los pies de Jesús. Es el camino que trazan todos los discípulos. En la tradición bizantina existe un espléndido icono que reproduce plásticamente esta parábola evangélica. En el centro está pintado el tronco de la vida sobre el que se sienta Jesús con las Escrituras abiertas. Del tronco salen doce ramas, y sobre cada una de ellas está sentado un apóstol con las Escrituras abiertas entre las manos. Es el icono de la nueva viña, la imagen de la nueva comunidad que tiene su origen en Jesús, verdadera vid. Aquel libro abierto que está en las manos de Jesús es el mismo que tienen los apóstoles: es la verdadera savia que nos permite no amar de palabra ni con la boca, sino con obras y según la verdad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.