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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de María virgen venerada como Nuestra Señora de Luján en Argentina. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 8 de mayo

Recuerdo de María virgen venerada como Nuestra Señora de Luján en Argentina.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Gálatas 4,21-31

Decidme vosotros, los que queréis estar sometidos a la ley: ¿No oís la ley?. Pues dice la Escritura que Abraham tuvo dos hijos: uno de la esclava y otro de la libre. Pero el de la esclava nació según la naturaleza; el de la libre, en virtud de la Promesa. Hay en ello una alegoría: estas mujeres representan dos alianzas; la primera, la del monte Sinaí, madre de los esclavos, es Agar, (pues el monte Sinaí está en Arabia) y corresponde a la Jerusalén actual, que es esclava, y lo mismo sus hijos. Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésa es nuestra madre, pues dice la Escritura: Regocíjate estéril, la que no das hijos; rompe en gritos de júbilo, la que no conoces los dolores de parto, que más son los hijos de la abandonada que los de la casada. Y vosotros, hermanos, a la manera de Isaac, sois hijos de la Promesa. Pero, así como entonces el nacido según la naturaleza perseguía al nacido según el espíritu, así también ahora. Pero ¿qué dice la Escritura? Despide a la esclava y a su hijo, pues no ha de heredar el hijo de la esclava juntamente con el hijo de la libre. Así que, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo, para convencer a los gálatas de que no vuelvan a caer en la esclavitud de la ley, continúa con la narración del libro del Génesis, cuando habla de la historia de los "dos hijos de Abrahán": Ismael, hijo de la esclava Agar, la concubina, e Isaac, hijo de la libre Sara, la esposa legítima. La diferencia entre los dos no consiste únicamente en que tienen madres distintas, sino en que fueron engendrados de manera distinta: Ismael nació según las vías naturales de la procreación; Isaac, en cambio, "en virtud de la promesa". Pues bien, Pablo afirma que todo aquello sucedió en "alegoría" de lo que iba a pasar realmente en el futuro. Agar, la esclava, representa la alianza del Sinaí que es "madre de los esclavos" de la ley (Pablo la relaciona con Arabia). Sara, en cambio, representa la mujer libre, es "nuestra madre" y tiene morada en "la Jerusalén de arriba". Los cristianos reciben la libertad de esta segunda Jerusalén. Nosotros, pues, siendo hijos de la mujer libre, somos llamados a vivir en la libertad de la ley. Eso -escribe Pablo- es lo que ya cantaba Isaías, el profeta del exilio: la mujer estéril grita de alegría porque se le concede una descendencia sin número. Sara, estéril y despreciada, gracias a la intervención de Dios, se convierte en la madre de un gran pueblo. A los gálatas les recuerda que son "hijos de la promesa" como Isaac, y por ello no deben lamentarse por su situación de esclavos. Pero a pesar de todo puede repetirse lo que pasa entre Ismael e Isaac, es decir, que los hijos de la Jerusalén terrenal persigan a los de "la Jerusalén de arriba". Eso demuestra que los hijos libres son los herederos de la promesa, a pesar de las dificultades que hay. Es una exhortación que los cristianos deben guardar en su corazón sabiendo que las dificultades del presente -también las de hoy- no deben apartar nuestra mirada de la Jerusalén del cielo hacia la que nos dirigimos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.