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Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo Leer más

Libretto DEL GIORNO
Domingo 10 de junio

Homilía

"Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos. Lleva a tus hermanos hasta la mesa del cielo en la alegría de los santos". Con estas palabras hemos rezado este domingo del Corpus Christi, fiesta en la que celebramos y veneramos la presencia del Señor como cuerpo. Dios no es una idea abstracta, una filosofía vaga y sin tiempo, inalcanzable, lejana. Jesús nunca es un fantasma: es un cuerpo, concreto, que se presenta en el hoy, peregrino que se une a nuestros pasos y se queda con nosotros cuando anochece. "Y la Palabra se hizo carne". No se puede amar a Dios sin amar su cuerpo, su concreción, sin escuchar su palabra, voz de aquel cuerpo. El cuerpo del Señor no es mudo, inerte, como un ídolo, que hay que interpretar según convenga. Habla, se explica, se convierte en semilla, se entrega totalmente a quien quiere acogerle, a quien no desprecia el amor, a quien no se escapa, a quien no se cree justo. Aquel cuerpo continúa comunicando su Evangelio de amor en la confusión, en la incertidumbre de nuestra vida y de este mundo, palabra de liberación y de alegría: "Dios está contigo, se da a ti, el mal no vence, aprende de mí a amar".
Parémonos y contemplémoslo: es un cuerpo que nos acompaña en las distintas fases de nuestra vida, desde que, con emoción, lo recibimos por primera vez. Y cada vez que nos alimentamos de él debe ser como la primera vez, siempre sorprendidos por un amor tan grande que habita en nosotros. Este pan nunca es un derecho: no se compra, no tiene precio, para nosotros, que somos calculadores, que pensamos que no se hace nada por nada; para nosotros, que lo convertimos todo en una conveniencia, en un interés, incluso la vida misma. Es un cuerpo que nos enseña a amar gratuitamente: es el cuerpo de amor de Dios. El amor siempre es un don. La vida es solo don.
El Corpus Christi es cuerpo del cielo y de la tierra. Este altar está colocado en lo alto, bajo los ojos de Jesús y de su madre, como si indicara que esta comida une ambos lados de aquella mesa de Pascua. Jesús tomó el pan, lo partió y lo dio a los suyos. "Este es mi cuerpo". "Esta es mi sangre". Aquel pan y aquel vino, según las mismas palabras de Jesús, son realmente el Corpus Christi, el cuerpo de Jesús. Es un cuerpo que se da totalmente, que no conoce la avaricia, el cálculo, la prudencia.
Juan Crisóstomo, padre de la Iglesia, obispo de Constantinopla, solía decir: "Si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo desdeñéis cuando está desnudo. No honréis al Cristo eucarístico con paramentos de seda, mientras fuera del templo descuidáis a este otro Cristo afligido por el frío y por la desnudez". "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis", dijo Jesús. No se puede honrar el Corpus Christi en la mesa y luego despreciar al mismo Corpus Christi en los pobres y en los hermanos. ¡No amemos una idea! El Evangelio nos ayuda a amar la concreción, humana, de la carne, del cuerpo, del cuerpo humano y concreto como el mío. Es aquel cuerpo marcado por la vida, con las manos grandes, arrugadas y hermosas de un anciano. Aquel es el cuerpo de Dios: aquel viejo que no puede levantarse, que ya ni siquiera pide, que se avergüenza, que espera que alguien hable con él, que no tiene a nadie que le anime, o, peor aún, le visite. El cuerpo de Dios es el de pobres emigrantes: el de mujeres llenas de sueños y de miedos, de niños perdidos, de hombres que buscan desesperadamente un futuro, obligados a confiar en traficantes, que son tratados como cosas. Son cuerpos de quienes los hombres no han sabido y no han querido conocer ni la historia, ni el rostro, ni el nombre, y que el mar ha engullido. Dios conoce el nombre de aquellos pobres cuerpos. Conoce el de todos. Él les da calor, los acoge, los protege, los entiende, los escucha, los acaricia, pierde tiempo con ellos. El cuerpo de ellos es el suyo.
Amemos el cuerpo de Jesús en su Eucaristía. Amemos el cuerpo del Señor en el cuerpo de los pobres y de los hermanos. La debilidad del otro es la de Dios. Vayamos a visitar a los que están solos, honremos el Corpus Christi parándonos frente a quien pide y hagámoslo bello con el amor. Venerar el cuerpo partido y derramado en la mesa nos hará amar la debilidad del cuerpo de Dios en sus hermanos más pequeños. Señor, acoge a todos en tu reino de salvación. Quédate con nosotros, Señor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.