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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XII del tiempo ordinario
La Iglesia de Occidente y la Iglesia de Oriente recuerdan hoy el nacimiento de Juan el Bautista, el más grande "entre los nacidos de mujer", que preparó el camino al Señor.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 24 de junio

Homilía

"Pasemos a la otra orilla". Esta orden de Jesús a los discípulos, que abre la narración evangélica (Mc 4,35-41) de este domingo, cuestiona particularmente la tentación de pararse, de cerrarse en uno mismo, en el horizonte de cada día. La narración evangélica nos permite intuir que la travesía no es nada fácil. Parece empezar por la noche (así lo hace pensar el sueño de Jesús). Hay una analogía con nuestros días; la caída de horizontes ideales, la ausencia de nuevas visiones. Es necesario un horizonte nuevo, más grande. Pero eso es posible solo si obedecemos la orden de Jesús. Por su palabra los discípulos suben a la barca. Pero poco después se desencadena una tormenta; un fenómeno frecuente en el lago de Genesaret. Los pescadores, en general, casi no se han percatado todavía de la furia del viento cuando la embarcación queda a merced de las olas. La escena que dibuja el evangelista es emblemática. La barca se zarandea por la tormenta y Jesús duerme; los apóstoles se preocupan cada vez más y su miedo aumenta, mientras que Jesús continúa durmiendo tranquilo. Una actitud que a ojos de los discípulos es, cuanto menos, desconcertante. Parece que a Jesús no le importe lo que les pasa, su vida, sus familias. El espanto crece cada vez más hasta que los discípulos despiertan a Jesús y le reprochan: "¿No te importa que perezcamos?". Es un grito de desesperación, pero podemos leer en él también la confianza en aquel maestro; tiene un sabor tal vez un poco brusco, pero contiene una esperanza. También nuestra oración a veces es como un grito de desesperación que quiere despertar al Señor. ¿Cuántos de nosotros quedan atrapados por la tormenta y no tienen nada más a lo que aferrarse que el grito de ayuda, mientras parece que el Señor duerme? Aquel grito está cerca de muchas situaciones humanas, a veces pueblos enteros que han sufrido hasta la muerte. El sueño de Jesús puede significar que se encuentra a gusto entre los discípulos en aquella travesía, pero sin duda indica su plena confianza en el Padre: sabe que no lo abandonará. Tomar con nosotros al Señor significa embarcar su confianza y su poder.
A nuestro grito se despierta, se pone en pie sobre la barca, y amenaza al viento y al mar tempestuoso. De inmediato el viento calla y llega una gran bonanza. Dios ha vencido a las potencias hostiles que no permitían hacer la travesía (a ese propósito hay que añadir que en el Antiguo Testamento la creación se describe como una lucha de Dios contra el mar, representado como un monstruo). El episodio se cierra con una indicación particular. Los discípulos fueron presa de un gran miedo y se decían entre sí: "¿Quién es este?". El texto de Marcos habla de miedo más que de estupor. Y es un miedo más grande que el que habían sentido poco antes por la tormenta: no se identifica con la angustia, y puede ir acompañado de una total confianza en el Señor. Este segundo miedo no solo no es menos fuerte que el anterior, tiene rasgos marcados, que llegan hasta lo más hondo del espíritu. Podríamos decir que aquí se trata del santo temor de estar ante la presencia de Dios: el temor de quien se siente pequeño y pobre frente al salvador de la vida; el temor de quien, siendo débil y pecador, es acogido por aquel al que ha ofendido y que lo supera en el amor; el temor de no desperdiciar el único verdadero tesoro de amor que hemos recibido; el temor de no saber aprovechar la proximidad de Dios en nuestra vida de cada día; el temor de no desperdiciar el "sueño" de un nuevo mundo que Jesús ha empezado también en nosotros y con nosotros. Este temor es el signo que nos hace comprender que ya estamos en la otra orilla.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.