ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 26 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Santiago 3,1-12

No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que nosotros tendremos un juicio más severo, pues todos caemos muchas veces. Si alguno no cae hablando, es un hombre perfecto, capaz de poner freno a todo su cuerpo. Si ponemos a los caballos frenos en la boca para que nos obedezcan, dirigimos así todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque sean grandes y vientos impetuosos las empujen, son dirigidas por un pequeño timón adonde la voluntad del piloto quiere. Así también la lengua es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas. Mirad qué pequeño fuego abrasa un bosque tan grande. Y la lengua es fuego, es un mundo de iniquidad; la lengua, que es uno de nuestros miembros, contamina todo el cuerpo y, encendida por la gehenna, prende fuego a la rueda de la vida desde sus comienzos. Toda clase de fieras, aves, reptiles y animales marinos pueden ser domados y de hecho han sido domados por el hombre; en cambio ningún hombre ha podido domar la lengua; es un mal turbulento; está llena de veneno mortífero. Con ella bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios; de una misma boca proceden la bendición y la maldición. Esto, hermanos míos, no debe ser así. ¿Acaso la fuente mana por el mismo caño agua dulce y amarga? ¿Acaso, hermanos míos, puede la higuera producir aceitunas y la vid higos? Tampoco el agua salada puede producir agua dulce.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Santiago, que tiene un sentido sagrado de la Palabra de Dios, enseña a tener igualmente un gran respeto por las palabras humanas. Además, Dios mismo decidió transmitir su Palabra a través de palabras humanas. Existe un estrecho vínculo entre hacerse maestro y no saber poner freno a la lengua. La humildad y el servicio nos ayudan a encontrar una consideración verdadera de nosotros mismos y a utilizar las palabras para amar y no para dividir. Las palabras -como escribe Santiago- son como el timón que guía la navegación en el mar o como una chispa de fuego que logra encender la vida. La fuerza de la palabra reside en el hecho de que manifiesta el corazón del hombre, es decir, lo que cada persona tiene en lo más profundo de sí misma, tanto para bien como para mal. Jesús mismo advirtió que del corazón nacen "fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades" y todo pensamiento y propósito malvado (Mc 7,21-22). La lengua es el espejo del corazón y requiere una gran disciplina interior: es difícil domar la lengua y dirigir su fuerza. Lo que pasa por el corazón sucede también con la lengua: está más predispuesta a complacer y a acusar a los demás que a construir la fraternidad entre los hombres. Sorprende el poder destructor que Santiago atribuye a la lengua, que es como el fuego e incluso "el mundo del mal", difícil de dominar. A menudo no pensamos en el poder de destrucción y de división que puede tener nuestro hablar si hablamos mal de los demás, si juzgamos sin misericordia, si damos crédito a opiniones y prejuicios sobre los demás, si hablamos con prepotencia, si discutimos, si levantamos la voz para afirmarnos a nosotros mismos. A menudo la lengua divide inexorablemente sin que nos demos cuenta. Eso sucede en la sociedad, pero también en la Iglesia y en nuestras comunidades. A veces con la lengua "bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios". Santiago exhorta a ser sobrio, a no hablar mucho y a no querer hacer de maestro, una lección que deberíamos aprender escrupulosamente. Y debemos acoger la Palabra del Señor y la predicación del Evangelio porque purifican el corazón y hacen que nuestras palabras den más fruto. Un corazón, y por tanto una lengua no animada por la Palabra de Dios, se obedece solo a sí misma, divide y destruye: es como una fuente de la que brota agua mala. Es una sabiduría que Santiago continúa sugiriendo también a cada uno de nosotros para que nuestro hablar esté lleno de amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.