ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Miércoles 4 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Santiago 5,1-6

Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad; el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis entregado a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Santiago parece retomar las advertencias que Jesús dirige a los ricos y a aquellos que viven de manera disoluta: las riquezas no solo se echan a perder por la herrumbre de la vida y quedan destruidas por el fuego de la muerte, sino que ni siquiera son capaces de dar la felicidad a quien las posee. Además, en los evangelios se suele leer que la felicidad no depende de los bienes que se poseen sino del amor que uno tiene por el Señor y por los hermanos. Y Santiago advierte a quien olvide la urgencia de la conversión del corazón que los "días que son los últimos" ya empezaron con la resurrección de Jesús. El juicio de Dios, pues, ya está presente y afecta a todo cristiano, es más, a todo hombre, desde ahora mismo. La riqueza está asociada claramente a la injusticia, a la explotación. El apóstol invita, de manera fuerte y directa, a acumular tesoros en el cielo, los tesoros que están asociados a los demás y no están dominados por la lógica de poseer. Es una invitación a no caer en la dictadura del materialismo, que convierte a todos en esclavos del dinero y de la riqueza, y por la que uno está dispuesto a todo, pisoteando incluso a los demás, sobre todo a los pobres. El criterio que utiliza Dios invierte toda medida mundanal, como leemos en el Magnificat, cuando María canta: "Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a lo humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos con las manos vacías". La invitación de Santiago a "llorar" y a "dar alaridos" es una exhortación para que nos convirtamos a Dios y llevemos una vida más justa y más generosa. Estas palabras se dirigen a todos: Santiago, como los profetas del Primer Testamento, desde Amós hasta Isaías, tiene presente ante sus ojos las injusticias y las violencias que se abaten sobre los pobres y reacciona con extrema dureza afirmando que toda injusticia será castigada por el Señor que escucha el grito de los pobres y de los oprimidos. El Señor reclama justicia en un mundo en el que los ricos viven para ellos mismos y dejan morir a los pobres en medio de la indiferencia. Él bajará a defenderles y condenará a los ricos y a los opresores, afirma toda la Escritura. Todos, especialmente los discípulos de Jesús, son llamados a ayudar a aquellos que más sufren por las injusticias de la vida; la indiferencia significa complicidad con los injustos y los violentos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.