ORACIÓN CADA DÍA

Oración por la Paz
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración por la Paz
Jueves 19 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Pedro 3,18-22

Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el Arca, en la que unos pocos, es decir ocho personas, fueron salvados a través del agua; a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva y que no consiste en quitar la suciedad del cuerpo, sino en pedir a Dios una buena conciencia por medio de la Resurrección de Jesucristo, que, habiendo ido al cielo, está a la diestra de Dios, y le están sometidos los Ángeles, las Dominaciones y las Potestades.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol recuerda el ejemplo de Cristo, que vino al mundo no para condenar a los pecadores sino para salvar a todos del mal. La apologética no es tanto defenderse a uno mismo o una doctrina, sino más bien querer salvar a todos del pecado y de la mentira. Por eso la vida del discípulo debe imitar la de Jesús, que nunca dejó de trabajar para la salvación de los pecadores. Ni siquiera muerto, se podría decir, Jesús dejó la misión de salvar a quien estaba perdido. El apóstol Pedro nos recuerda la predicación de Jesús en los infiernos, es decir la comunicación del Evangelio a los que habían muerto para liberarles de aquella cárcel. Una hermosa tradición que la Iglesia ortodoxa mantiene con gran devoción afirma que el Sábado Santo Jesús no se quedó en el sepulcro, sino que bajó a los infiernos para llamar a todos los justos del Primer Testamento, empezando por Adán. Y se los llevó a todos con él hasta su reino. Jesús es el Salvador de toda la humanidad, incluso de aquellos que lo precedieron en esta tierra. En su bondad infinita viene a liberar de la cárcel de la muerte, él que compartió con nosotros la muerte. En el bautismo nosotros ya participamos de esta salvación, que podremos alcanzar cuando el Reino llegue a su cumplimiento. El descenso a los infiernos de Jesús nos recuerda a nosotros, discípulos de hoy, que debemos bajar a los muchos infiernos de este mundo para liberar a las innumerables víctimas de la maldad de los hombres: pensemos en los enfermos solos, en aquellos que mueren de hambre, en las víctimas de toda violencia, en los condenados a muerte, en los ancianos abandonados en los centros para enfermos crónicos, en los enfermos de sida, en los niños explotados y violados, en todos aquellos que se ven privados de esperanza y de futuro. Hace falta que la buena noticia del amor de Dios sea llevada a aquellos infiernos que existen en muchos países de este mundo nuestro contemporáneo. De ese modo daremos razón de la esperanza que hay en nosotros; nosotros que recibimos primero la buena noticia del Evangelio cuando éramos pecadores.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.