ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Martes 21 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Juan 5,1-12

Todo el que cree que Jesús es el Cristo
ha nacido de Dios;
y todo el que ama a aquel que da el ser
ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos
que amamos a los hijos de Dios:
si amamos a Dios
y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor a Dios:
en que guardemos sus mandamientos.
Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios
vence al mundo.
Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es
nuestra fe. Pues, ¿quien es el que vence al mundo
sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Este es el que vino
por el agua y por la sangre: Jesucristo;
no solamente en el agua,
sino en el agua y en la sangre.
Y el Espíritu es el que da testimonio,
porque el Espíritu es la Verdad. Pues tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre,
y los tres convienen en lo mismo. Si aceptamos el testimonio de los hombres,
mayor es el testimonio de Dios,
pues este es el testimonio de Dios,
que ha testimoniado acerca de su Hijo. Quien cree en el Hijo de Dios
tiene el testimonio en sí mismo.
Quien no cree a Dios
le hace mentiroso,
porque no ha creído en el testimonio
que Dios ha dado acerca de su Hijo. Y este es el testimonio:
que Dios nos ha dado vida eterna
y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo, tiene la vida;
quien no tiene al Hijo, no tiene la vida.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol continúa insistiendo en la centralidad de la fe en Jesús porque el que cree en él "ha nacido de Dios" y por tanto, como un hijo, obedece sus mandamientos. Existe una relación directa entre fe, amor y observancia del Evangelio. Los cristianos, siguiendo el ejemplo de Jesús, pueden derrotar al mal presente en el mundo con este tipo de amor. Juan destaca que el amor de Jesús se ha revelado con el agua y con la sangre, es decir, desde el día del bautismo en el Jordán hasta su muerte en cruz. Este misterio de amor ha llegado hasta nosotros a través del Espíritu Santo. Es la acción del Espíritu la que nos hace entrar en la comunión de la Iglesia, la que nos hace degustar las Santas Escrituras, la que nos hace participar en la Santa Liturgia, la que nos hace amar a todos, especialmente a los más pobres. El Espíritu hace que habite en nuestros corazones el mismo amor de Jesús, que nos hace capaces de amar. Y el apóstol, como si quisiera garantizar a los cristianos la belleza del amor evangélico, recuerda que los mandamientos de Dios no son pesados ni oprimen nuestra vida. Al contrario, liberan de la esclavitud del amor por sí mismo y de la subyugación a las modas del mundo. Vienen a la memoria las palabras llenas de compasión que Jesús dirigió a las muchedumbres que lo seguían: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11,28-30). Juan, con su epístola, se hace eco de estas palabras de Jesús y nos recuerda que no hemos recibido el Evangelio para que sea un peso en nuestra vida sino para liberarla de los instintos del mal y para ayudarnos desde este preciso momento a vivir una vida plena con Jesús resucitado. Juan, a diferencia de los demás evangelios, subraya también que quien "está en el Hijo" ya tiene la vida eterna, es decir, empieza ya a participar en aquella vida plena que viene de Dios y que se manifestó plenamente en Jesús.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.