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Memoria de Jesús crucificado
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Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de san Ambrosio († 397), obispo de Milán. Pastor de su pueblo, se mantuvo fuerte ante la arrogancia del emperador. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 7 de diciembre

Recuerdo de san Ambrosio († 397), obispo de Milán. Pastor de su pueblo, se mantuvo fuerte ante la arrogancia del emperador.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Romanos 2,1-11

Por eso, no tienes excusa quienquiera que seas, tú que juzgas, pues juzgando a otros, a ti mismo te condenas, ya que obras esas mismas cosas tú que juzgas, y sabemos que el juicio de Dios es según verdad contra los que obran semejantes cosas. Y ¿te figuras, tú que juzgas a los que cometen tales cosas y las cometes tú mismo, que escaparás al juicio de Dios? O ¿desprecias, tal vez, sus riquezas de bondad, de paciencia y de longanimidad, sin reconocer que esa bondad de Dios te impulsa a la conversión? Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti cólera para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual dará a cada cual según sus obras: a los que, por la perseverancia en el bien busquen gloria, honor e inmortalidad: vida eterna; mas a los rebeldes, indóciles a la verdad y dóciles a la injusticia: cólera e indignación. Tribulación y angustia sobre toda alma humana que obre el mal: del judío primeramente y también del griego; en cambio, gloria, honor y paz a todo el que obre el bien; al judío primeramente y también al griego; que no hay acepción de personas en Dios.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo escribe que el hombre tiende más a servirse a sí mismo que a Dios. Es un instinto profundo que nos acompaña a todos, una especie de actitud «idólatra» que afecta a hombres y mujeres de todos los tiempos. Esta convicción debería hacernos estar atentos a no dar la razón fácilmente a nosotros mismos y a nuestras tradiciones. En cambio, para nosotros es normal condenar a los demás y absolvernos a nosotros mismos. Jesús mismo exhorta a no mirar la brizna del ojo ajeno para darnos cuenta de la viga que hay en el ojo de cada uno de nosotros. Todos somos pobres hombres y mujeres que necesitamos que el Señor nos ayude y nos perdone. Por eso Pablo, un poco más adelante, retomando una afirmación del Salmo, escribe: «No hay quien sea justo, ni siquiera uno» (Rm 3,10). Jesús mismo, al hombre que lo adulaba llamándolo «Maestro bueno», respondió: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino solo Dios» (Mc 10,18). Nuestra insignificancia debería empujarnos a no erigirnos en jueces de los demás. Pablo, dirigiéndose directamente «al hombre», a todos los hombres, tiene severas palabras para quien juzga sin misericordia; y pensando en los creyentes, acusa: estos juzgan (condenan) a los demás, pero después cometen las mismas cosas y se comportan como aquellos sobre los que pesa su juicio. De ese modo, no solo son hipócritas, sino que olvidan que existe un juez que ejerce el juicio con una medida justa: Dios. Él «dará a cada cual según sus obras… que Dios es imparcial». El apóstol recuerda que, también nosotros, los creyentes, necesitamos ser perdonados, es decir, juzgados por Dios, misericordioso y grande en el amor. Todos necesitamos la misericordia de Dios, que es salvación. Hacer el bien no es una elección entre muchas, sino la única elección posible ante un Dios que identifica la justicia con la bondad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.