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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

II de Pascua
Domingo de la «Divina Misericordia». Recuerdo del genocidio de 1994 en Ruanda. Para los judíos es el día del recuerdo de la Shoá, en el que se rememora el exterminio de su pueblo en los campos de exterminio nazis
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 7 de abril

Homilía

La noche del día de Pascua los apóstoles estaban aún encerrados en el cenáculo. Jesús había pasado casi todo el día con dos discípulos anónimos que regresaban tristes a Emaús, su pueblo. El Evangelio de este segundo domingo de Pascua (Jn 20,19-31) nos lleva a la tarde de aquel día. El evangelista narra que Jesús, «estando cerradas las puertas» del lugar donde se encontraban los discípulos entró y se presentó en medio de ellos. Se lo había dicho durante la última cena: «volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis» (Jn 14,18-19). Pero no habían entendido y en cualquier caso no le habían creído. Desde la noche de Pascua comienzan a comprender a Jesús de un nuevo modo. Ven a un Jesús diferente, resucitado, aunque sea el mismo de antes: en su cuerpo son evidentes las señales de los clavos y la herida de la lanza; estas significan que estamos al comienzo de la resurrección (hoy son todavía muchos los cuerpos, marcados por heridas y por sufrimientos, que esperan una resurrección). Jesús resucitado está allí, en medio de los suyos para confiar su misma misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21). Se trata de una única misión que parte del Padre y mediante Jesús se transmite a los discípulos: es la misión de llevar al mundo la paz y el perdón. Fue una noche llena de gloria para aquellos diez discípulos: habían vuelto a encontrar a su Señor. Los dos de Meaux, que regresaron a Jerusalén avanzada la noche, aumentaron la alegría de todos. Sin embargo no estaba Tomás, hombre disponible y generoso; una vez se había declarado preparado para morir por Jesús, aunque después huyera junto a todos los demás. Cuando los diez le dicen: «Hemos visto al Señor», Tomás les enfría con su respuesta: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré» (v. 25). Dice enseguida: si no veo. Luego añade, considerando que también los ojos pueden traicionar (Tomás no quiere formar parte del grupo numeroso de los videntes), una prueba física un poco brutal: meter el dedo en el agujero de los clavos y la mano en la herida del pecho. Tomás no acepta el evangelio de los diez y se queda triste y sin esperanza, aunque se quede con sus razones.
Jesús regresa después de ocho días, como este domingo, mientras están de nuevo juntos y Tomás está con ellos. Las puertas están cerradas una vez más por miedo; todos lo sienten, incluso Tomás: incredulidad y miedo van juntos a menudo. Jesús, tras haber dirigido una vez más el saludo de paz, busca inmediatamente con los ojos a Tomás, le llama por su nombre y se acerca a él: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (cf. v. 27). Tomás, ante Jesús, aún marcado por la cruz, no puede hacer otra cosa que confesar su fe: «Señor mío y Dios mío». Jesús le dice: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (v. 29). Es la proclamación de la última bienaventuranza del Evangelio, la que está en la base de las generaciones que desde aquel momento hasta hoy se unirán al grupo de los once. Desde aquel momento en adelante la fe no nace de la visión sino de la escucha del Evangelio de los apóstoles. Una antigua leyenda narra que la mano derecha de Tomás permaneció roja de sangre hasta su muerte. El Señor, casi recogiendo nuestra poca fe, nos exhorta a cada uno de nosotros, como hizo con Tomás, a ensuciarnos las manos en las heridas de los hombres, a acercarnos a las situaciones de martirio y de abandono: nuestra incredulidad es tomada por el Señor y transformada en amistad y en fuente de paz. La escucha del evangelio y la caridad son el camino de nuestra bienaventuranza.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.