ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 19 de abril


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Segunda Corintios 9,6-15

Mirad: el que siembra con mezquindad, cosechará también con mezquindad; el que siembra en abundancia, cosechará también en abundancia. Cada cual dé según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, pues: Dios ama al que da con alegría. Y poderoso es Dios para colmaros de toda gracia a fin de que teniendo, siempre y en todo, todo lo necesario, tengáis aún sobrante para toda obra buena. Como está escrito: Repartió a manos llenas; dio a los pobres; su justicia permanece eternamente. Aquel que provee de simiente al sembrador y de pan para su alimento, proveerá y multiplicará vuestra sementera y aumentará los frutos de vuestra justicia. Sois ricos en todo para toda largueza, la cual provocará por nuestro medio acciones de gracias a Dios. Porque el servicio de esta ofrenda no sólo provee a las necesidades de los santos, sino que redunda también en abundantes acciones de gracias a Dios. Experimentando este servicio, glorifican a Dios por vuestra obediencia en la profesión del Evangelio de Cristo y por la generosidad de vuestra comunión con ellos y con todos. Y con su oración por vosotros, manifiestan su gran afecto hacia vosotros a causa de la gracia sobreabundante que en vosotros ha derramado Dios. ¡Gracias sean dadas a Dios por su don inefable!

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Con este pasaje se cierra la parte que el apóstol reserva a la colecta a favor de la comunidad de Jerusalén. Son unos dos capítulos y Pablo los termina insistiendo en la abundancia en el dar y en la alegría de hacerlo. La medida estrecha es signo de corazones llenos de sí mismos, de corazones mezquinos, de hombres y de mujeres que tienen miedo de perder lo que poseen, pero así los cristianos se alejan claramente del Evangelio. En realidad, ya el Deuteronomio escribía a propósito del hermano necesitado: «Se lo has de dar, y no se entristecerá tu corazón por ello» (15,10) y el salmista que Pablo cita canta: «Da con largueza a los pobres, su justicia permanece para siempre» (v. 9). La generosidad y la alegría de dar, que caracterizan la solidaridad cristiana, libran el corazón de la esclavitud de poseer y lo hacen más similar al de Jesús que «no codició el ser igual a Dios sino que se despojó de sí mismo» (Flp 2,6-7), como escribirá Pablo a los filipenses. La generosidad enriquece a quien da y le devuelve la gracia de Dios y la oración de aquellos que reciben gratuitamente. Es una convicción común entre los Padres de la Iglesia que los pobres serán nuestros intercesores ante Dios. La limosna que se echa en sus manos se convierte para nosotros en un tesoro en el cielo. Sí, lo que damos a los pobres vuelve a las manos de Dios, al cielo. Por eso el apóstol sugiere la idea de que la colecta es un servicio sagrado que se hace al mismo Dios. No se trata de un simple acto de solidaridad y de compartir, sino de la respuesta a la gracia de Dios, de quien lo hemos recibido todo. Jesús había dicho: «Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá» (Lc 6,38). No tengamos miedo de dar abundantemente y con alegría, porque en el dar encontraremos la recompensa de la gracia de Dios. El Señor nos ha dado sus bienes no para que los guardáramos para nosotros, sino para que pudiéramos darlos abundantemente para alegría de todos, especialmente de los pobres.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.