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Sábado 18 de mayo

Vigilia de Pentecostés


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien no renace del agua y del Espíritu
no puede entrar en el reino de Dios.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Colosenses 2,16-23

Por tanto, que nadie os critique por cuestiones de comida o bebida, o a propósito de fiestas, de novilunios o sábados. Todo esto es sombra de lo venidero; pero la realidad es el cuerpo de Cristo. Que nadie os prive del premio a causa del gusto por ruines prácticas, del culto de los ángeles, obsesionado por lo que vio, vanamente hinchado por su mente carnal, en lugar de mantenerse unido a la Cabeza, de la cual todo el Cuerpo, por medio de junturas y ligamentos, recibe nutrición y cohesión, para realizar su crecimiento en Dios. Una vez que habéis muerto con Cristo a los elementos del mundo ¿por qué sujetaros, como si aún vivierais en el mundo, a preceptos como «no tomes», «no gustes», «no toques», cosas todas destinadas a perecer con el uso y debidas a preceptos y doctrinas puramente humanos? Tales cosas tienen una apariencia de sabiduría por su piedad afectada, sus mortificaciones y su rigor con el cuerpo; pero sin valor alguno contra la insolencia de la carne.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre mí,
me ha mandado llevar el anuncio gozoso a los pobres.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol advierte una vez más a los colosenses que no se dejen fascinar por la falsa doctrina que intenta insinuarse en la comunidad alejándola así del Evangelio recibido y les exhorta a no dejarse atemorizar por los juicios arrogantes que los falsos maestros emiten contra los que no les siguen. Pablo alude a algunas prácticas de esta falsa «filosofía», es decir, la observancia de las prescripciones rituales probablemente pertenecientes a la tradición judía, y explica que quienes las observan no han acogido aún la soberanía plena de Cristo sobre sus vidas: de hecho solo Jesús es el salvador (la «realidad» que salva). Para expresar dicha «realidad», escoge el término «cuerpo» con el que entiende la Iglesia como el lugar donde la salvación está ya dada por la presencia del Señor. Los falsos maestros probablemente invitaban a practicar la «humildad», o sea, la sumisión a las potencias cósmicas identificadas con ángeles; pero quien se somete a otros poderes o potencias (quizá también nuestras costumbres o nuestras seguridades) y no a Cristo, se aleja de la salvación. De hecho Jesús es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia, y es él quien mantiene los miembros en la unidad. Todo lo que resquebraja la unidad del Cuerpo conduce a la separación de Cristo mismo. Por tanto no existe diferenciación entre la unión con Jesús y la unión con la comunidad. No es posible pensar estar en comunión con la Cabeza si no se está en comunión con el Cuerpo. El apóstol muestra lo absurdo de la «filosofía» de estos pseudodoctores. Esta tiene toda la apariencia de la sabiduría, de una auténtica religión con ritos y mortificaciones que no dejan de impresionar hasta dar un aspecto de seriedad, pero en realidad separa de los hermanos y por tanto de Cristo. Para obtener la salvación, los falsos maestros imponen la mortificación del cuerpo, con el resultado de «hinchar» la carne, es decir, de hacer crecer el orgullo. Sus prohibiciones y sus abstinencias consiguen el efecto contrario: no la muerte del hombre viejo, sino la afirmación del orgullo. Estas prácticas rituales no abren al hombre a la escucha del Evangelio, sino que le encierran en sí mismo, en un «jactarse» que hincha el yo y separa de la comunidad. Pablo pone al descubierto la perversidad de la «filosofía» de pensar en uno mismo y de vivir para sí mismo. En cambio, el bautismo libra al creyente del hombre viejo y de todo miedo para sumergirlo en la muerte y en la resurrección de Cristo. Al discípulo le basta solo el maestro y únicamente le pertenece a Él. Es este el sentido de la pertenencia a la comunidad, a la Iglesia: el creyente, salvado de las potencias de este mundo, está bajo la influencia del resucitado.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.