ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 10 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 7,1-28

En efecto, este Melquisedec, rey de Salem, sacerdote de Dios Altísimo, que salió al encuentro de Abraham cuando regresaba de la derrota de los reyes, y le bendijo, al cual dio Abraham el diezmo de todo, y cuyo nombre significa, en primer lugar, «rey de justicia» y, además, rey de Salem, es decir, «rey de paz», sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios, permanece sacerdote para siempre. Mirad ahora cuán grande es éste, a quien el mismo Patriarca Abraham dio el diezmo de entre lo mejor del botín. Es cierto que los hijos de Leví que reciben el sacerdocio tienen orden según la Ley de percibir el diezmo del pueblo, es decir, de sus hermanos, aunque también proceden éstos de la estirpe de Abraham; mas aquél, sin pertenecer a su genealogía, recibió el diezmo de Abraham, y bendijo al que tenía las promesas. Pues bien, es incuestionable que el inferior recibe la bendición del superior. Y aquí, ciertamente, reciben el diezmo hombres mortales; pero allí, uno de quien se asegura que vive. Y, en cierto modo, hasta el mismo Leví, que percibe los diezmos, los pagó por medio de Abraham, pues ya estaba en las entrañas de su padre cuando Melquisedec le salió al encuentro. Pues bien, si la perfección estuviera en poder del sacerdocio levítico - pues sobre él descansa la Ley dada al pueblo -, ¿qué necesidad había ya de que surgiera otro sacerdote a semejanza de Melquisedec, y no «a semejanza de Aarón»? Porque, cambiado el sacerdocio, necesariamente se cambia la Ley. Pues aquel de quien se dicen estas cosas, pertenecía a otra tribu, de la cual nadie sirvió al altar. Y es bien manifiesto que nuestro Señor procedía de Judá, y a esa tribu para nada se refirió Moisés al hablar del sacerdocio. Todo esto es mucho más evidente aún si surge otro sacerdote a semejanza de Melquisedec, que lo sea, no por ley de prescripción carnal, sino según la fuerza de una vida indestructible. De hecho, está atestiguado: Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec. De este modo queda abrogada la ordenación precedente, por razón de su ineficacia e inutilidad, ya que la Ley no llevó nada a la perfección, pues no era más que introducción a una esperanza mejor, por la cual nos acercamos a Dios. Y por cuanto no fue sin juramento - pues los otros fueron hechos sacerdotes sin juramento, mientras éste lo fue bajo juramento por Aquel que le dijo: «Juró el Señor y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre» - por eso, de una mejor Alianza resultó fiador Jesús. Además, aquellos sacerdotes fueron muchos, porque la muerte les impedía perdurar. Pero éste posee un sacerdocio perpetuo porque permanece para siempre. De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor. Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos, que no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados propios como aquellos Sumos Sacerdotes, luego por los del pueblo: y esto lo realizó de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. Es que la Ley instituye Sumos Sacerdotes a hombres frágiles: pero la palabra del juramento, posterior a la Ley, hace el Hijo perfecto para siempre.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Con el capítulo siete entramos de pleno en la explicación del título de «sumo sacerdote» que el autor dio a Jesús. Partiendo del texto del Génesis, el autor deduce que Melquisedec, por su dignidad sacerdotal, es superior a Abrahán hasta el punto que este último debió pagar el diezmo al sacerdote. Así pues, Melquisedec es visto como una anticipación de Jesús, cuyo sacerdocio sigue su línea. El autor quiere subrayar que el sacerdocio de Jesús no solo es anterior al sacerdocio levítico, sino que es incluso superior porque Jesús lleva a los hombres a la perfección, a la salvación eterna, en el santuario celestial ante la presencia del mismo Dios. Es el sacerdocio «perfecto», el que necesitábamos. Cristo es «santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado sobre los cielos»; ni la ley mosaica ni la descendencia levítica tenían el poder de llevar a los hombres a dicha «perfección». Por eso, hoy ya no necesitamos multiplicar sacerdotes y mediadores para llegar hasta Dios: el nuevo «sacerdote», Jesucristo, nos lleva ante Dios directamente. El antiguo pacto ha sido sustituido por uno nuevo y «mejor», el pacto establecido con Jesús. Y ya no hace falta ni siquiera multiplicar los sacrificios, como sucedía con el sacerdocio levítico. Jesús ofreció su sacrificio de una vez por todas: él «no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día como aquellos sumos sacerdotes, primero por sus propios pecados, luego por los del pueblo; y esto lo realizó de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo». Es un sacerdocio sustancial, no ritual, porque Jesús ha entrado en el sacerdocio a través del sacrificio personal: se ofreció a sí mismo como víctima y fue llevado hasta el cielo, convirtiéndose al mismo tiempo en altar, víctima y sacerdote, como canta la liturgia de la Iglesia. Nosotros, los cristianos, uniéndonos al «sacrificio» Cristo, es decir, convirtiéndonos nosotros también en altares, víctimas y sacerdotes, entramos directamente en relación con Dios. Es el pueblo santo y sacerdotal del que habla el Nuevo Testamento, que ofrece a Dios un culto espiritual de su agrado.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.