ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 14 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 9,15-28

Por eso es mediador de una nueva Alianza; para que, interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones de la primera Alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida. Pues donde hay testamento se requiere que conste la muerte del testador, ya que el testamento es válido en caso de defunción, no teniendo valor en vida del testador. Así tampoco la primera Alianza se inauguró sin sangre. Pues Moisés, después de haber leído a todo el pueblo todos los preceptos según la Ley, tomó la sangre de los novillos y machos cabríos con agua, lana escarlata e hisopo, y roció el libro mismo y a todo el pueblo diciendo: Esta es la sangre de la Alianza que Dios ha ordenado para vosotros. Igualmente roció con sangre la Tienda y todos los objetos del culto; pues según la Ley, casi todas las cosas han de ser purificadas con sangre, y sin efusión de sangre no hay remisión. En consecuencia, es necesario, por una parte, que las figuras de las realidades celestiales sean purificadas de esa manera; por otra parte, que también lo sean las realidades celestiales, pero con víctimas más excelentes que aquéllas. Pues no penetró Cristo en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro, y no para ofrecerse a sí mismo repetidas veces al modo como el Sumo Sacerdote entra cada año en el santuario con sangre ajena. Para ello habría tenido que sufrir muchas veces desde la creación del mundo. Sino que se ha manifestado ahora una sola vez, en la plenitud de los tiempos, para la destrucción del pecado mediante su sacrificio. Y del mismo modo que está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio, así también Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud, se aparecerá por segunda vez sin relación ya con el pecado a los que le esperan para su salvación.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La sangre de Cristo –acaba de escribir el autor– «purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto al Dios vivo» (9,14). En efecto, Jesús se convierte en «garante» de un nuevo testamento precisamente con muerte, por haber dado su vida por nosotros hasta la efusión de su sangre. Con este sacrificio se inaugura la nueva alianza. El mismo Jesús había dicho en la última cena, mientras repartía el cáliz a los discípulos: «Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Con el término «alianza» (testamento) se indica un compromiso firme –ese es el sentido del uso de la terminología jurídica– por parte de Dios hacia su pueblo. Y la muerte de Jesús, que tuvo lugar una vez para siempre, muestra la validez perenne del pacto. La cruz no queda anulada por la Pascua; al contrario, toda la teología cultual de la epístola tiende a representar el sacrificio de Cristo como un acontecimiento que dura eternamente y que obra continuamente la salvación. La muerte de Jesús era necesaria para nuestra salvación. El autor ve en la aspersión con sangre del «libro mismo y de todo el pueblo» que hizo Moisés en el Sinaí la figura de la muerte en la cruz. Podríamos deducir que también la «palabra del Evangelio» debería ser aspergida con sangre. Es decir, que no es posible separar el Evangelio de la cruz: la muerte de Jesús no es una reparación necesaria para remitir los pecados sino más bien la lógica conclusión de un amor que lleva a dar la vida por la salvación de los demás. Jesús, a través de su sacrificio nos ha hecho entrar ya desde ahora en el santuario celestial. Cuando, pues, en la epístola se habla de realidades «celestiales» no se indican realidades lejanas de nosotros, sino la Iglesia, la comunidad de los creyentes entendida como una casa de oración, de comunión fraterna y de amor por los pobres. La unicidad del sacrificio de Cristo se aplica también a la Iglesia porque es el lugar en el que Cristo habita y se manifiesta. La Iglesia, obviamente, no se limita a ella misma sino que está ligada a Cristo, de quien es el Cuerpo, reza y trabaja por la salvación de la humanidad entera. La comunidad cristiana, de hecho, no existe para sí misma sino para el mundo. Sucede lo mismo con cada discípulo. La vida de cada creyente forma parte de Cristo y de su Cuerpo: en él vivimos, en él morimos y con él resucitamos a la vida nueva.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.