ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 22 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 12,12-17

Por tanto, levantad las manos caídas y las rodillas entumecidas y enderezad para vuestros pies los caminos tortuosos, para que el cojo no se descoyunte, sino que más bien se cure. Procurad la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor. Poned cuidado en que nadie se vea privado de la gracia de Dios; en que ninguna raíz amarga retoñe ni os turbe y por ella llegue a inficionarse la comunidad. Que no haya ningún fornicario o impío como Esaú, que por una comida vendió su primogenitura. Ya sabéis cómo luego quiso heredar la bendición; pero fue rechazado y no logró un cambio de parecer, aunque lo procuró con lágrimas.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El autor pide a la comunidad cristiana, que corría el riesgo de debilitarse en la fe, que recupere el vigor evangélico: «robusteced las manos caídas y las rodillas vacilantes y enderezad para vuestros pies los caminos tortuosos, para que el cojo no se descoyunte, sino que más bien se cure» (12,12). Es una exhortación que recuerda que la educación es indispensable en la vida de los discípulos. Seguir al Señor, de hecho, requiere que cada discípulo cambie su corazón, modifique sus pensamientos, se deje guiar por el Evangelio más que por su propio orgullo, o bien por sus propios instintos y costumbres. Solo obedeciendo al Evangelio y a su pedagogía podemos crecer en sabiduría y en amor. Es la gran cuestión del arte pastoral, como la llamaban los Padres de la Iglesia. Se trata de un compromiso referido prioritariamente a los «pastores», es decir, los responsables de la comunidad, para que trabajen por el crecimiento interior de los creyentes. En realidad, cada discípulo está llamado a corregirse a sí mismo y a ayudar a los demás a crecer en la fe y en la santidad. El autor pide a todos los cristianos que velen para que «nadie se vea privado de la gracia de Dios». Se podría decir que toda la comunidad está llamada a vigilar, es decir, a ejercer la tarea «episcopal» (el episcopos es el que vigila –literalmente, el que mira desde arriba– y vela): estar atento a la fe de sus hermanos y de sus hermanas. Forma parte de este velar la atención por no dejar que crezca en la comunidad ninguna «raíz amarga», es decir, aquellas actitudes egocéntricas que turban la vida de la comunidad e impiden su crecimiento. Por eso el autor exhorta nuevamente: «Que no haya ningún disoluto o impío como Esaú, que por una comida vendió su primogenitura». La sumisión a los instintos de cada uno y a sus deseos lleva a pensar solo en uno mismo, sin prestar atención a los demás. Dicha actitud lleva inexorablemente a la pérdida de lo que realmente importa, como le sucedió a Esaú, que, por un plato de lentejas, perdió su primogenitura. Y el arrepentimiento posterior no fue suficiente.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.