ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 27 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 13,7-17

Acordaos de vuestros dirigentes, que os anunciaron la Palabra de Dios y, considerando el final de su vida, imitad su fe. Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre. No os dejéis seducir por doctrinas varias y extrañas. Mejor es fortalecer el corazón con la gracia que con alimentos que nada aprovecharon a los que siguieron ese camino. Tenemos nosotros un altar del cual no tienen derecho a comer los que dan culto en la Tienda. Los cuerpos de los animales, cuya sangre lleva el Sumo Sacerdote al santuario para la expiación del pecado, son quemados fuera del campamento. Por eso, también Jesús, para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la puerta. Así pues, salgamos donde él fuera del campamento, cargando con su oprobio; que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro. Ofrezcamos sin cesar, por medio de él, a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre. No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; ésos son los sacrificios que agradan a Dios. Obedeced a vuestros dirigentes y someteos a ellos, pues velan sobre vuestras almas como quienes han de dar cuenta de ellas, para que lo hagan con alegría y no lamentándose, cosa que no os traería ventaja alguna.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Estos versículos están unidos por el pensamiento en los guías de la comunidad. La epístola, consciente de que la unidad de la comunidad depende también de aquellos que han sido elegidos para guiarla, exhorta a los cristianos a «acordarse» de los que tienen la tarea de «anunciar la palabra de Dios». El apóstol Pablo escribe que la fe depende de la escucha. Por eso los cristianos están llamados a escuchar al predicador y a acoger en el corazón sus palabras. Si el que predica responde ante Dios sobre cómo ejerce su ministerio, el creyente responde sobre cómo escucha. De ahí que la exhortación a «acordarse» de los guías de la comunidad sea oportuna: puesto que «Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y por los siglos», hay que considerar como un tesoro la predicación de los guías, pero también hay que imitarlos y acompañarlos con la oración, con la ayuda, con el apoyo para que puedan llevar a cabo con gran atención su ministerio. Por otra parte, en la comunidad cristiana la autoridad no representa a uno mismo, sino al Señor, que es la «cabeza» del cuerpo, la Iglesia. Por eso la obediencia sigue siendo uno de los pilares de la vida de los creyentes: la obediencia libra de la esclavitud de las opiniones de uno mismo o de otro. El autor vuelve a aclarar algunas disposiciones referentes a los «alimentos» prohibidos. Tal vez se trataba de ritos por los que se excluían ciertos alimentos creyendo así no contaminar el espíritu con la materia mala (cfr. 1 Tm 4,3), mientras que atribuían a otros comestibles una naturaleza celestial, dotada de particulares poderes. La epístola se posiciona claramente contra estas opiniones. El cristiano adquiere la «fortaleza de corazón» no con alimentos, sino escuchando el Evangelio. Así pues, que nadie piense que puede alcanzar la salvación comiendo alimentos «santos»: quien quiera entrar en la «ciudad futura» debe compartir la «ignominia» de Cristo, su pasión. Se trata de vivir la vida cristiana no como una acumulación de reglas, o incluso rituales, sino de abandonar la lógica del pecado y abrazar el amor de Cristo. Así se entra en el Reino prometido. Y la limosna forma parte de esta lógica del amor. Puede parecer una manera pequeña de ayudar, pero es un gesto concreto para salir de uno mismo y alejarse de la lógica del mundo: se empieza abriendo las manos y se continúa abriendo el corazón a quien necesita ayuda y amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.