ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 15 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primero de los Macabeos 3,27-45

El rey Antíoco, al oír esto, se encendió en violenta ira; mandó juntar las fuerzas todas de su reino, un ejército poderosísimo; abrió su tesoro y dio a las tropas la soldada de un año con la orden de que estuviesen preparadas a todo evento. Entonces advirtió que se le había acabado el dinero del tesoro y que los tributos de la región eran escasos, debido a las revueltas y calamidades que él había provocado en el país al suprimir las leyes en vigor desde los primeros tiempos. Temió no tener, como otras veces, para los gastos y para los donativos que solía antes prodigar con larga mano, superando en ello a los reyes que le precedieron. Hallándose, pues, en tan grave aprieto, resolvió ir a Persia a recoger los tributos de aquellas provincias y reunir mucho dinero. Dejó a Lisias, personaje de la nobleza y de la familia real, al frente de los negocios del rey desde el río Eufrates hasta la frontera de Egipto; le confió la tutela de su hijo Antíoco hasta su vuelta; puso a su disposición la mitad de sus tropas y los elefantes, y le dio orden de ejecutar cuanto había resuelto. En lo que tocaba a los habitantes de Judea y Jerusalén, debía enviar contra ellos un ejército que quebrantara y deshiciera las fuerzas de Israel y lo que quedaba de Jerusalén hasta borrar su recuerdo del lugar. Luego establecería extranjeros en todo su territorio y repartiría entre ellos sus tierras. El rey, tomando consigo la otra mitad del ejército, partió de Antioquía, capital de su reino, el año 147. Atravesó el río Eufrates y prosiguió su marcha a través de la región alta. Lisias eligió a Tolomeo, hijo de Dorimeno, a Nicanor y a Gorgias, hombres poderosos entre los amigos del rey, y les envió con 40.000 infantes y 7.000 de a caballo a invadir el país de Judá y arrasarlo, como lo había mandado el rey. Partieron con todo su ejército, llegaron y acamparon cerca de Emaús, en la Tierra Baja. Los mercaderes de la región, que oyeron hablar de ellos, tomaron grandes sumas de plata y oro, además de grilletes, y se fueron al campamento con intención de adquirir como esclavos a los hijos de Israel. Se les unió también una fuerza de Idumea y del país de los filisteos. Judas y sus hermanos comprendieron que la situación era grave: el ejército estaba acampado dentro de su territorio y conocían la consigna del rey de destruir el pueblo y acabar con él. Y se dijeron unos a otros: «Levantemos a nuestro pueblo de la ruina y luchemos por nuestro pueblo y por el Lugar Santo.» Se convocó la asamblea para prepararse a la guerra, hacer oración y pedir piedad y misericordia. Pero Jerusalén estaba despoblada como un desierto,
ninguno de sus hijos entraba ni salía;
conculcado el santuario,
hijos de extraños en la Ciudadela,
convertida en albergue de gentiles.
Había desaparecido la alegría de Jacob,
la flauta y la lira habían enmudecido.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En este pasaje, el autor describe las preocupaciones del gobierno de Antioquía tras los fracasos de Serón. El rey, Antíoco IV, a pesar de la penosa situación del erario, decidió alistar más soldados. Y para reafirmar su autoridad y sanear las finanzas con la imposición de tributos particulares y con la expoliación de templos, decidió ir a Persia, dejando a Lisias como sustituto suyo en la zona meridional del reino con el encargo de eliminar cualquier subordinación y de reprimir toda revuelta en Judea. Los movimientos de los rebeldes en Palestina eran peligrosos por las miras expansivas del imperio de los partos. El rey dejó, pues, a Lisias la organización de la expedición contra los judíos. Organizó un numeroso ejército, encabezado por un tal Tolomeo, gobernador de Celesiria, que fue hasta cerca de Emaús. Su victoria se consideró tan segura que muchos mercantes de la zona se unieron al ejército pensando que harían pingües beneficios tras la derrota de los judíos. Judas y sus hermanos, a pesar de ver un despliegue de fuerzas tan grande, no perdieron la confianza en la ayuda de Dios, al contrario del pueblo que se había desmoralizado. El autor destaca la dificultad de la situación que se había creado: «Judas y sus hermanos comprendieron que la situación era grave: el ejército estaba acampado dentro de su territorio y conocían la consigna del rey de destruir el pueblo y acabar con él» (v. 42). Pero no se desanimaron. Decidieron convocar una asamblea; el autor subraya que Judas y los hermanos iban todos a una: «Se dijeron unos a otros». Aquella coincidencia de intención tuvo sus efectos positivos: «Se convocó la asamblea para prepararse a la guerra, hacer oración y pedir piedad y misericordia» (v. 44). Reunidos todos en el nombre del Señor invocaron su «piedad y misericordia», como exhorta a hacer el salmista en el momento de la prueba: «El Señor… rescata tu vida de la fosa, te corona de amor y ternura» (103,4). El autor recuerda la deplorable situación en la que estaba Jerusalén –ocupada por paganos–: «Jerusalén estaba despoblada como un desierto, ninguno de sus hijos entraba ni salía; conculcado el santuario, hijos extraños en la Ciudadela, convertida en albergue de paganos» (v. 45). Al no poder estar ya en Jerusalén, la alegría «había desaparecido» de sus rostros y «la flauta y la lira habían enmudecido». Se comprende aún más la oración del salmista por el peregrinaje hacia el templo: «¡Qué amables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi ser languidece anhelando los atrios del Señor… Vale más un día en tus atrios que mil en mis mansiones» (Sal 84,2-3;11). El Señor está atento a la oración unánime de su pueblo. La verdadera fuerza de aquel pequeño pueblo frente a la de los adversarios radicaba en la fe.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.