ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 26 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primero de los Macabeos 6,1-17

El rey Antíoco, en su recorrido por la región alta, tuvo noticia de que había una ciudad en Persia, llamada Elimaida, famosa por sus riquezas, su plata y su oro. Tenía un templo rico en extremo, donde se guardaban armaduras de oro, corazas y armas dejadas allí por Alejandro, hijo de Filipo, rey de Macedonia, que fue el primer rey de los griegos. Allá se fue con intención de tomar la ciudad y entrar a saco en ella. Pero no lo consiguió, porque los habitantes de la ciudad, al conocer sus propósitos, le ofrecieron resistencia armada, y tuvo que salir huyendo y marcharse de allí con gran tristeza para volverse a Babilonia. Todavía se hallaba en Persia, cuando llegó un mensajero anunciándole la derrota de las tropas enviadas a la tierra de Judá. Lisias, en primer lugar, había ido al frente de un poderoso ejército, pero había tenido que huir ante los judíos. Estos se habían crecido con las tropas y los muchos despojos tomados a los ejércitos vencidos. Habían destruido la Abominación levantada por él sobre el altar de Jerusalén. Habían rodeado de altas murallas como antes el santuario, así como a Bet Sur, ciudad del rey. Ante tales noticias, quedó el rey consternado, presa de intensa agitación, y cayó en cama enfermo de pesadumbre por no haberle salido las cosas como él quisiera. Muchos días permaneció allí, renovándosele sin cesar la profunda tristeza, hasta que sintió que se iba a morir. Hizo venir entonces a todos sus amigos y les dijo: «Huye el sueño de mis ojos y mi corazón desfallece de ansiedad. Me decía a mí mismo: ¿Por qué he llegado a este extremo de aflicción y me encuentro en tan gran tribulación, siendo así que he sido bueno y amado en mi gobierno? Pero ahora caigo en cuenta de los males que hice en Jerusalén, cuando me llevé los objetos de plata y oro que en ella había y envié gente para exterminar sin motivo a los habitantes de Judá. Reconozco que por esta causa me han sobrevenido los males presentes y muero de inmensa pesadumbre en tierra extraña.» Llamó luego a Filipo, uno de sus amigos, y le puso al frente de todo su reino. Le dio su diadema, sus vestidos y su anillo, encargándole que educara a su hijo Antíoco y le preparara para que fuese rey. Allí murió el rey Antíoco el año 149. Lisias, al saber la muerte del rey, puso en el trono a su hijo Antíoco, al que había educado desde niño, y le dio el sobrenombre de Eupátor.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Con la muerte de Antíoco IV Epífanes, el autor enseña el triste final de todo aquel que se deja guiar por el afán de riquezas. Es una tentación que, por desgracia se repite en todas las generaciones, incluida la nuestra. Quien la secunda se ve impelido a realizar acciones malvadas contra los hombres y contra Dios. Antíoco, como se narra en capítulos anteriores (3,37), había salido hacia Persia con el intento de hacerse con riquezas que le sirvieran para sus gastos militares (3,31). Supo que la ciudad de Elimaida, «famosa por sus riquezas, su plata y su oro», contaba también con «un templo rico en extremo, donde se guardaban armaduras de oro, corazas y armas dejadas allí por Alejandro, hijo de Filipo, rey de Macedonia, que fue el primer rey de los griegos» (vv. 1-2). Antíoco decidió atacarla para arrasarla y quedarse con la riqueza del templo. Los habitantes entendieron el proyecto del rey y lo atacaron obligándole a huir. Fracasado este intento, el rey se batió en retirada. Mientras tanto recibió noticias sobre las numerosas derrotas sufridas por su ejército ante los judíos, que no solo habían humillado a su ejército, sino que habían incluso reconquistado Jerusalén y habían restaurado el templo. El rey recibió con amarga sorpresa aquellas noticias: «quedó el rey consternado, presa de intensa agitación, y cayó en cama enfermo de pesadumbre por no haberle salido las cosas como él quería. Muchos días permaneció allí, renovándose sin cesar su profunda tristeza, hasta que sintió que se iba a morir» (vv. 8-9). El rey –señala el autor– no solo se asustó sino que incluso cayó enfermo y se deprimió. El autor destaca tres veces el estado de ánimo del rey añadiendo adjetivos aumentativos: intensa agitación, profunda tristeza, gran tribulación. Las amargas derrotas llevaron al rey a reflexionar sobre su pasado. Y llegó –en una especie de confesión de sus pecados– a reconocer las causas de sus males, es decir, el saqueo del templo que encabezó (1,20-24) y las masacres que ordenó uno de sus emisarios (1,29-32). En realidad, el origen de todo era el afán de riquezas que lo había llevado a realizar acciones malvadas. La sed de «plata y oro» lo había llevado hasta Persia (v. 1), del mismo modo que antes había ido a saquear Jerusalén y el templo (v. 12). En este primer libro el término «oro» aparece once veces y siempre junto a «plata». Y el acento es siempre negativo. La riqueza corrompe el corazón tanto de quien es creyente como de quien no lo es. En este caso fue Antíoco el que se corrompió por las riquezas. Pero a lo largo de la narración, los hijos de Matatías, a diferencia del padre, se dejarán corromper por el oro y la plata y todos terminarán sus días de manera violenta. Ya los profetas arremeten contra la sumisión al dinero. Jesús, que cumple las Escrituras, advierte claramente: «Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt 6,24). En la actual cultura materialista estas palabras, ilustradas también por el ejemplo de Antíoco, resuenan aún con mayor fuerza para mantenernos alejados de la codicia.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.