ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 26 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primero de los Macabeos 14,25-49

Cuando estos hechos llegaron a conocimiento del pueblo, dijeron: «¿Cómo mostraremos nuestro reconocimiento a Simón y a sus hijos? Porque se ha mostrado valiente, tanto él como sus hermanos y la casa de su padre, ha combatido y rechazado a los enemigos de Israel y le ha conseguido su libertad.» Grabaron una inscripción en planchas de bronce y las fijaron en estelas en el monte Sión. Esta es la copia de la inscripción: «El dieciocho de Elul del año 172, año tercero del gran sumo sacerdote Simón, en Asaramel, en la gran asamblea de los sacerdotes, del pueblo, de los príncipes de la nación y de los ancianos del país, se nos hizo saber lo siguiente: «En los muchos combates que se dieron en nuestra región, Simón hijo de Matatías, sacerdote descendiente de los hijos de Yehoyarib, y sus hermanos se expusieron al peligro, hicieron frente a los enemigos de su nación para mantener en pie su Lugar Santo y la Ley y alcanzaron inmensa gloria para su nación. Jonatán realizó la unidad de la nación y llegó a ser sumo sacerdote suyo hasta que fue a reunirse con su pueblo. Quisieron los enemigos de los judíos invadir el país para devastarlo y llevar su mano contra el Lugar Santo. Pero entonces se levantó Simón para combatir por su nación y gastó mucha hacienda propia en armar las tropas de su nación y pagarles la soldada. Fortificó las ciudades de Judea y Bet Sur, ciudad fronteriza de Judea, donde se encontraban antes las armas de los enemigos, y puso en ella una guarnición de guerreros judíos. Fortificó Joppe, situada junto al mar, y Gázara, en los límites de Azoto, donde habitaban anteriormente los enemigos, y estableció en ella una población judía a la que proveyó de todo lo necesario para su sustento. Viendo el pueblo la fidelidad de Simón y la gloria que procuraba alcanzar para su nación, le nombró su hegumeno y sumo sacerdote por todos los servicios que había prestado, por la justicia y fidelidad que había guardado a su nación y por sus esfuerzos de toda clase por exaltar a su pueblo. En sus días se consiguió felizmente por su medio exterminar a los gentiles de su país y a los que se encontraban en la Ciudad de David, en Jerusalén, donde se habían hecho una Ciudadela desde la que hacían salidas y mancillaban los alrededores del Lugar Santo causando graves ultrajes a su santidad. Estableció en ella guerreros judíos, la fortificó para defensa de la región y de la ciudad y dio mayor altura a las murallas de Jerusalén. En consecuencia, el rey Demetrio le concedió el sumo sacerdocio, le contó en el número de sus amigos y le colmó de honores, pues había sabido que los romanos llamaban a los judíos amigos, aliados y hermanos, que habían recibido con honor a los embajadores de Simón y que a los judíos y a los sacerdotes les había parecido bien que fuese Simón su hegumeno y sumo sacerdote para siempre hasta que apareciera un profeta digno de fe, y también que fuese su estratega, que estuviese a su cuidado designar los encargados de las obras del Lugar Santo, de la administración del país, de los armamentos y de las plazas fuertes (que estuviese a su cuidado el Lugar Santo), que todos le obedeciesen, que se redactasen en su nombre todos los documentos en el país, que vistiese de púrpura y llevase adornos de oro. A nadie del pueblo ni de los sacerdotes le estará permitido rechazar ninguna de estas disposiciones, ni contradecir sus órdenes, ni convocar en el país asambleas sin contar con él, ni vestir de púrpura, ni llevar fíbula de oro. Todo aquel que obre contrariamente a estas decisiones o anule alguna de ellas, será reo. El pueblo entero estuvo de acuerdo en conceder a Simón el derecho de obrar conforme a estas disposiciones, y Simón aceptó y le pareció bien ejercer el sumo sacerdocio, ser estratega y etnarca de los judíos y sacerdotes y estar al frente de todos.» Decretaron que este documento se grabase en planchas de bronce, que se fijasen estas en el recinto del Lugar Santo, en lugar visible, y que se archivasen copias en el Tesoro a disposición de Simón y de sus hijos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Una asamblea popular reunida probablemente en Jerusalén determinó honrar a Simón y a sus hermanos por su acción en favor de todo el pueblo judío. Y, como era práctica habitual en aquel tiempo sobre todo en las ciudades griegas, decidieron honrarles con un decreto público esculpido en unas planchas de bronce que colocarían en la colina de Sión, probablemente en el patio del Templo. Tras el elogio colectivo de la familia de Matatías, se conmemoró la obra de Jonatán, entre otras cosas porque estaba más inmediatamente ligada a los últimos acontecimientos acaecidos con Simón. El texto resume su obra de salvación del pueblo judío. Lo que el texto destaca es el compromiso que Simón asume no para sí mismo o para su gloria, sino para salvar al pueblo de la sumisión a los extranjeros con la consiguiente pérdida de la fe. Escribe la asamblea: «En los muchos combates que se dieron en nuestra región, Simón, hijo de Matatías, sacerdote descendiente de los hijos de Joarib, y sus hermanos se expusieron al peligro, hicieron frente a los enemigos de su nación para mantener en pie su Lugar Santo y la Ley y alcanzaron inmensa gloria para su nación. Jonatán realizó la unidad de la nación y llegó a ser sumo sacerdote suyo hasta que fue a reunirse con su pueblo. Quisieron los enemigos de los judíos invadir el país para devastarlo y llevar su mano contra el Lugar Santo. Pero entonces se levantó Simón para combatir por su nación y gastó mucha hacienda propia en armar las tropas de su nación y pagarles la soldada» (29-32). Se reconoce y se alaba su fe que es la base de su acción. Y también es el motivo por el que el pueblo confía en él: «Viendo el pueblo la fidelidad de Simón y la gloria que procuraba alcanzar para su nación, lo nombró su hegumeno y sumo sacerdote por todos los servicios que había prestado, por la justicia y fidelidad que había guardado a su nación y por sus esfuerzos de toda clase por exaltar a su pueblo» (35). La decisión de convertir a Simón en el único guía del pueblo manifiesta la voluntad de superar las divisiones entre los judíos filohelenistas y los que querían conservar la pureza de la tradición. La división había provocado numerosos perjuicios a todo el pueblo judío. La obediencia a quien había dado testimonio de gastar toda su vida por todos y no para sí mismo podía garantizar la unidad del pueblo y la pureza de la fe. Es una dimensión que atraviesa la época de Simón y entra a formar parte de la vida de la comunidad de los creyentes aún hoy. El texto, consciente del carácter extraordinario de la situación, pide a pesar de todo la obediencia a Simón, «hasta que apareciera un profeta digno de fe» (41). Más allá de las interpretaciones que suscita esta afirmación, es indudable que la tensión por la unidad requiere siempre obediencia a quien tiene la responsabilidad de la unidad de la comunidad de creyentes. Y eso, obviamente, no significa que cada miembro deje de tener su responsabilidad. En la comunidad cristiana la responsabilidad de comunicar el Evangelio –esta es la profecía que debemos vivir– es tarea de todos, aunque en el orden de la comunidad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.