ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 1 de diciembre

Homilía

Con este primer domingo de Adviento empieza el nuevo año litúrgico. Es un tiempo nuevo que podríamos comparar con una peregrinación espiritual hacia aquel “monte santo” del que habla el profeta Isaías. Es un itinerario en el que no caminaremos a tientas, como quienes no conocen la meta. La Palabra de Dios guiará nuestros pasos. Paso a paso los domingos nos ayudarán para que crezca en nosotros el hombre espiritual con los rasgos de Jesús. Por eso podríamos decir que la meta de nuestra peregrinación es Jesús mismo, y que el camino para alcanzarla lo traza el Evangelio. Damos los primeros pasos en este domingo que abre el tiempo de Adviento, un tiempo, como sabemos, marcado por la espera del Señor. Es cierto que Jesús viene hacia nosotros en todo tiempo, mejor dicho, Él está con nosotros cada día, como dijo a los discípulos antes de subir al cielo: "Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20b). Pero hay una gracia especial de este tiempo litúrgico: es la gracia de tener más viva la conciencia de Jesús como “aquel que viene” para habitar en medio de nosotros.
En efecto, es él quien viene a nosotros antes que al contrario. Y nosotros ni siquiera nos damos cuenta, tan preocupados estamos por nosotros mismos y nuestros asuntos personales. Suena verdadera también para nosotros la advertencia que Jesús hace a los discípulos de entonces y que el Evangelio nos vuelve a proponer en este domingo de Adviento: “como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre. Porque como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, así será también la venida del Hijo del hombre”. Es una severa advertencia que encaja bien con la exhortación del apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: "es ya hora de levantaros del sueño". Y explica qué quiere decir, aplicándoselo incluso a sí mismo: “como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras, nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias” (13,13). Es la invitación a una vigilancia activa para poder vivir de forma fructífera el tiempo nuevo que se abre ante nosotros. La Palabra de Dios nos advierte de que un estilo de vida egocéntrico apesadumbra nuestro corazón y oscurece nuestra mente, nos vuelve insensibles y empuja a doblegar nuestros ojos y nuestros pensamientos en el pequeño recinto de los intereses individuales y partidistas. Y desgraciadamente debemos constatar que el individualismo gana cada vez más terreno tanto en nosotros como en la sociedad. Todo parece como envuelto por una cultura que no deja esperar en un tiempo nuevo, es más, que empuja a resignarse a un mundo triste y gris.
He aquí el tiempo de Adviento, un tiempo oportuno para escuchar la Palabra de Dios y para reorientar nuestra mirada hacia Jesús que viene a poner su tienda en medio de nosotros. El Evangelio insiste, con un lenguaje típico de los últimos tiempos -y para nosotros estos son nuestros últimos tiempos-, en que todos asumamos un estilo de vida menos autorreferencial y más atento al Evangelio y a sus exigencias. Jesús no tiene miedo de compararse con un ladrón que llega de improviso: “velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor... Si el dueño de casa supiese a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría en vela y no permitiría que le horadasen su casa”. Este extraño texto es una llamada a la vigilancia. Y vigilar quiere decir rezar, escuchar el Evangelio, estar atentos a los pobres, percatarnos de los signos de la presencia de Dios en el mundo. El Señor nos dice que él está viniendo, pero debemos tener los ojos limpios para descubrir los signos de su paso. El Adviento es, por tanto, un tiempo oportuno para "levantarnos del sueño"; no sólo para abandonar nuestras costumbres de siempre sino para "revestirnos del Señor Jesús", como exhorta el apóstol Pablo, “sabiendo que el Día del Señor ha de venir como un ladrón en la noche” (1 Ts 5,2).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.