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La Iglesia bizantina venera hoy a san Saba (†532) “archimandrita de todos los eremitorios de Palestina”. Leer más

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Jueves 5 de diciembre

La Iglesia bizantina venera hoy a san Saba (†532) “archimandrita de todos los eremitorios de Palestina”.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 7,21.24-27

«No todo el que me diga: "Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. «Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje evangélico nos trae las palabras finales del discurso de la montaña, el primer gran discurso de Jesús en el Evangelio de Mateo. Jesús advierte a quienes le escuchan de que no bastan las palabras, que no son suficientes las fórmulas, aunque sean las más correctas, para ser verdaderamente discípulos suyos y por tanto salvar la vida: “No todo el que me diga: Señor, Señor', entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (21). Lo que cuenta y salva no son las palabras que se pronuncian, sino “ser” discípulos, es decir, poner en práctica el Evangelio que se ha escuchado. Por esto Jesús concluye todo el discurso de la montaña con la parábola de la casa. Dice: “todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca”, mientras que quien “no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena”. El ejemplo continúa: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y embistieron contra aquellas dos casas. Es obvio que Jesús habla de las tempestades de la vida: las tentaciones que nos asaltan, las dificultades que se abaten sobre nosotros, los problemas que nos atormentan, y así sucesivamente. Pues bien, la casa edificada sobre roca, es decir, una vida marcada por la fidelidad al Evangelio y al amor, se mantiene firme; la otra sin embargo, edificada sobre la arena, se derrumba. Pero, ¿qué es la sabia sino aquel innumerable número de vicios, de instintos egocéntricos que vuelven nuestra vida vacía, banal, inconsistente y muchas veces incluso malvada y violenta? Sólo si sabemos acoger con fe la Palabra evangélica, que es sólida y bien distinta de nuestros altibajos e inestables sentimientos, podremos edificar nuestra vida y la de los hermanos sobre una base sólida y estable. El Señor nos invita cada día a alimentarnos de la Palabra evangélica. Así podremos cimentar nuestra vida no sobre nosotros mismos o sobre nuestros sentimientos, inconsistentes y volubles como la arena, sino sobre la Palabra de Dios, verdadera roca y fundamento de la existencia, tanto personal como común.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.