ORACIÓN CADA DÍA

Domingo de la Santa Familia
Palabra de dios todos los dias

Domingo de la Santa Familia

Domingo de la Sagrada Familia
Recuerdo del santo profeta David. Se le atribuyen algunos salmos. Desde hace siglos, los salmos nutren la oración de los judíos y de los cristianos. Recuerdo de san Tomás Becket, defensor de la justicia y de la dignidad de la Iglesia.
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Libretto DEL GIORNO
Domingo de la Santa Familia
Domingo 29 de diciembre

Homilía

En este Domingo que sigue inmediatamente al día de Navidad, el ángel, sin interponer demasiado tiempo, nos dice también a nosotros como a José: “toma contigo al niño y a su madre”. Sí, debemos tomar al Niño con nosotros de inmediato, acogerlo en nuestro corazón, en nuestra vida, en nuestros pensamientos. Por lo demás, toda la Navidad está aquí: en tomar con nosotros al Niño. No es una exhortación moral, como para decir: en Navidad todos debemos querernos un poco más. Obviamente no hay duda de que esto debe suceder. Pero la Navidad es mucho más. Se refiere también a la familia. Hoy la liturgia nos presenta a la Sagrada Familia de Nazaret. Muchas son las reflexiones que sugiere la Palabra de Dios en el contexto de la familia de Nazaret. Nos detendremos en dos de ellas. La primera que debemos hacer es que los niños necesitan un padre y una madre, como fue también para Jesús. Es una dimensión que a veces se olvida, quizá para satisfacer los propios deseos sin tener en cuenta la necesidad que tienen los pequeños de un padre y una madre. Sin una familia como la de Nazaret, los pequeños no podrán crecer en la salud del cuerpo y en la del corazón. Se puede decir también que la familia a su vez no basta. Es verdad, sobre todo cuando falta el amor materno y paterno. La Navidad vuelve para decirnos a todos, a todas las familias, que acojan a Jesús, que acojan a los hijos. El Evangelio de Navidad es como el ángel que vuelve y pide a los padres que tomen con ellos al niño. Es una invitación dirigida también a nosotros. ¡Sí! Debemos tomar al niño con nosotros, acogerle en nuestro corazón, en nuestra vida, en nuestros pensamientos. La liturgia de la Iglesia quiere que nosotros contemplemos en este día a María y a José con Jesús. Es la familia de Nazaret. El Evangelio de Mateo nos dice que la familia también fue necesaria para Jesús, sí, también él necesitó una familia, como la necesitan todos los niños.
Pero, al mismo tiempo, se debe también decir que María y José necesitaron a Jesús. Sin él esta familia ni siquiera habría comenzado, se habría roto al nacer. Es como decir que no basta con el amor entre dos personas encerradas en ellas mismas. La familia requiere un amor que genera, un amor que acepta el desafío de los hijos. Jesús –y con él, los hijos- es el verdadero tesoro de la familia de Nazaret, la razón de la vida de María y José. En este sentido ambos son ejemplos para las familias cristianas. Los padres están llamados a imitar la obediencia de María y de José a la palabra del ángel, es decir, a la Palabra de Dios, para ser padres y madres según el Evangelio; deben tener su misma preocupación en seguir a Jesús, en no perderle y en buscarle siempre. Y los hijos, a su vez, deben imitar el amor que Jesús sentía por José y María. ¿Cómo no recordar las palabras de Jesús en la cruz cuando confía la madre anciana al joven discípulo? Jesús es el centro de la familia y el maestro del amor. Sin Jesús, es decir, sin ese amor que no se encierra y que está hecho de donación, la familia de Nazaret se habría roto al nacer. José obedeció al ángel y tomó consigo a María y al niño y se hizo partícipe del gran diseño de Dios.
Tomemos a Jesús con nosotros y sabremos vivir juntos, en familia y con los demás. Escuchemos la palabra del Ángel y sabremos recorrer los caminos de la vida, sabremos evitar los peligros y encontrar nuestro Egipto, nuestro refugio, aunque nos cueste sacrificios y dolores. Si miramos a aquel niño débil y lo tomamos con nosotros, sabremos –como dice el Sirácide- honrar al padre y a la madre ancianos, y aunque pierdan la cordura, sentiremos compasión por ellos y no les despreciaremos. El niño de Belén nos enseña a mirar y a amar a los niños, los nuestros y los demás, y así los padres podrán quererse más. Quien toma a Jesús consigo aprende a amar; por el contrario, quien sólo se lleva a sí mismo, se encierra en su egocentrismo y se vuelve malvado. El Evangelio de Navidad vuelve para que en nuestras familias habiten los sentimientos de Jesús. El apóstol Pablo nos lo recuerda: “Revestíos... de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente”. Mientras nos encaminamos hacia el final de este año y estamos por comenzar otro, queremos que nuestras familias comprendan lo decisivo que es el amor recíproco, ese amor que hace salir de uno mismo y que empuja a mirar a los demás antes que hacia sí. Que la familia de Nazaret permanezca como el icono al que mirar para que nuestras familias sean más sólidas en el amor y más fuertes en la edificación de un mundo de justicia y de paz.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.